La esclava*

Maria Firmina dos Reis

Trad. Julieta Kabalin Campos**

En un salón donde se encontraban reunidas muchas personas distinguidas y de buena posición social, y luego de que la conversación versara sobre diversos asuntos más o menos interesantes, ésta recayó sobre el elemento servil. 

El asunto era, sin dudas, de gran importancia. La conversación era general. Las opiniones, sin embargo, divergían. Comenzó la discusión.

– ¡Me admira – dijo una señora de sentimientos sinceramente abolicionistas –, es más, me deja atónita que puedan sentirse y expresarse sentimientos esclavistas en el presente siglo, en el siglo diecinueve! ¡La moral religiosa y la moral cívica allí se yerguen y hablan bien alto aplastando a la hidra que envenena a la familia en su más sagrado santuario, así como desmoraliza y envilece a la nación entera!

Alzad los ojos hacia el Gólgota o, con ellos, recorred la sociedad y decidme:

– ¿Para qué se dio en sacrificio Dios hecho hombre, cuando allí exhaló su último aliento? ¡Ah! ¡Entonces no es verdad que su sangre era la salvación del hombre! ¡Es entonces una mentira abominable que esa sangre haya comprado nuestra libertad! Y después, miren a la sociedad… ¿No veis al buitre que la corroe constantemente!... ¿No sentís la desmoralización que la enerva, el cáncer que la destruye?

Cualquiera sea el modo en que encaremos la esclavitud, ella es, y será siempre, un gran mal. De ella, la decadencia del comercio. Esto porque el comercio y la agricultura caminan de la mano y el esclavo no puede hacer florecer la tierra porque su trabajo es forzado. No tiene futuro, su trabajo no es indemnizado. Además, de la esclavitud, viene el oprobio, la vergüenza por la que no podemos encarar a las naciones libres con la frente altiva y orgullosa. Es que el estigma de la esclavitud, por la mezcla de las razas, se estampa en nuestras frentes. En vano, cualquiera de nosotros buscará convencer al extranjero de que, en sus venas, no corre una sola gota de sangre esclava…

Y, además, ¡el carácter que nos distingue y nos avergüenza!

El esclavo es visto por todos como víctima, y lo es.

¿Qué papel representa el señor para la opinión pública?

El señor es el verdugo y esta calificación es repugnante.

Voy a narrarles, si quisierais prestarme atención, un hecho que ocurrió hace poco tiempo. Podría citarles una infinidad de ellos, pero éste basta para probar lo que acabo de decir sobre el victimario y la víctima.

Y ella comenzó:

– Era una tarde de agosto, bella como una mujer ideal, poética como un suspiro de virgen, melancólica y suave como sonidos distantes de un laúd misterioso.

Yo meditaba extasiada por la belleza natural de las grandiosas palmeras que se curvaban gemebundas, al soplo del viento que gemía en la costa.

Y el sol, irradiando sus rayos multicolores, caía hacia el ocaso en rápida carrera.

No sé qué sensaciones desconocidas me agitaban, ¡no lo sé!... pero me sentía con disposición para el llanto.

De repente, unos gritos lastimosos, unos sollozos angustiados hirieron mis oídos y una mujer, completamente desaliñada, pasó corriendo delante de mí y, como una sombra, desapareció.

La seguí con la vista. Ella, despavorida y trémula, dio una vuelta alrededor de un gran arbusto de mirto y, tirándose al suelo, se ocultó en él.

Sorprendida con la aparición de aquella mujer, que parecía forajida, de aquella mujer que un minuto antes había quebrado la soledad con sus lastimosos “ay”, con sufridos gemidos, con gritos de suprema angustia, permanecí con la vista atenta y la mirada fija en el lugar donde la vi ocultarse.

Ella, muda e inmóvil, allí se quedó.

Entonces, me interrogué a mí misma:

– ¿Quién será la desdichada?

Iba a buscarla – ¡pobre! Una palabra de ánimo, un socorro, algún servicio, recordé, podría brindarle. Me levanté.  

Pero, en el mismo momento en que despertaba en mí ese pensamiento que acude a toda personai en idénticas circunstancias, un hombre apareció en el extremo opuesto del camino.

Era de color pardo, de estatura elevada, anchas espaldas, cabellos negros y rizados.

Siniestra era la fisonomía de ese hombre que blandía brutalmente, en la mano derecha, un flagelo repugnante; y dejaba colgar, de la izquierda, una delgada cuerda de lino.

– ¡Demonios! ¡Maldición! – bramó con voz ronca – ¿Dónde estará? – y escrutaba con la vista entre las arboledas desiguales que desfilaban al margen del camino.

– Me las pagarás – rezongaba, aproximándose a mí – ¿No vio, señora mía – interrogó con un acento, cuya dureza intentaba reprimir –, no vio pasar por aquí a una negra que huyó de mis manos hace poco tiempo? Una negra que finge estar loca… Tengo los pantalones rotos de tanto correr tras ella por estos matorrales. Ya no tengo aliento.

Aquel hombre de aspecto feroz, comprendí con horror, era el verdugo de aquella pobre víctima.

De repente, tomé una resolución.

– La vi – le contesté con la naturalidad que el caso exigía – la vi y ella también me vio, corría en esta dirección; pero, aparentemente intimidada con mi presencia, tomó la dirección opuesta y se volvió repentinamente sobre sus pasos. Finalmente, la vi desaparecer, internándose en la espesura, mucho más allá de la senda que allí se abre.  

Y, diciendo esto, le indiqué con un movimiento de cabeza la senda que quedaba a más de cien pasos de distancia de la loma donde me encontraba.

Mis inexactas palabras, la artimaña de la que hice uso, buscaban hacerlo retroceder: logré mi propósito.

Frunció el ceño y su fisonomía delataba la cólera que lo asaltaba. Se mordió los labios y rugió:

– ¡Maldita negra! Estoy sin aliento, consumido, por meterme por estos caminos, por los matorrales, en búsqueda de esta holgazana. ¡Eso sí! He de encontrarte y, verás, te lo juro, será ésta la última vez que me molestas. ¡Al tronco!… ¡al tronco!: ¡y huye si puedes!

– Entonces – le pregunté, aparentando la más profunda indiferencia por la suerte de la desgraciada –, ¿siempre huye?

– Siempre, señora mía. Al menor descuido, huye. Quiere hacerse pasar por loca.

– ¡Loca! – exclamé involuntariamente y con un acento que traicionaba mis sentimientos.

Pero el hombre del flagelo no pareció reparar en esto y continuó:  

– Loca… loca fingida, caro te costará.

Creí que era el amo de esa miserable, pero, empeñada en verlo desaparecer de aquel lugar, le dije:

– Se avecina la noche y, si la deja ir más lejos, será difícil encontrarla.

– Tiene razón, señora mía, parto inmediatamente – me saludó rudamente y retrocedió corriendo hacia el camino que, maliciosamente, le había indicado.  

Exhalé un suspiro de alivio al verlo desaparecer en la curva del camino.

El sol desaparecía completamente en el borde grisáceo del horizonte, el viento paralizado no agitaba las copas de las añosas arboledas; sólo el mar gemía a lo lejos de la costa, asemejándose al quejido monótono de un agonizante.

Elevé al cielo un voto de agradecimiento y recordé que era hora de buscar a mi desdichada protegida.

Me levanté consciente de que nadie me observaba y ya me acercaba al arbusto de mirto cuando un hombre, rompiendo la espesura, apareció jadeante, trémulo y desorientado.

Confieso que semejante aparición me causó un terror inmenso.

Me acordé de los dos criados que había convocado a esa hora en aquel lugar y que todavía no llegaban. Tuve miedo.

Me detuve instantáneamente y lo miré de frente. A pesar del terror que me había generado, lo encaré decididamente.

De repente, se serenó mi temor, lo miré y del miedo pasé a la consideración y al interés.

Era casi una ofensa al pudor fijar la vista sobre aquel infeliz, cuyo cuerpo semidesnudo se mostraba cubierto de cicatrices. No obstante, su fisonomía era franca y agradable. El rostro negro y escuálido que, rociado por el copioso sudor, sugería su aspecto juvenil; sus miembros desgastados por el cansancio; sus ojos rasgados, que por momentos diferían la luz errante y trémula, agitada e incierta, y traducían la excitación y el terror, tenían un no sé qué altamente interesante.

En el fondo del corazón de aquel pobre joven, debía haber rasgos de amor y generosidad.

Intercambiamos entre los dos nuestras miradas y ambos retrocedimos despavoridos. Yo por el aspecto conmovedor y triste de aquel infeliz, tan desheredado de suerte; él, ¿por qué sería?

Esto tuvo la duración de apenas un segundo. Recobré el ánimo en presencia de tanta miseria y tanta humillación y, de repente, traté de transmitirle este ánimo.

Lejos de resultarle hostil, el pobre negro comprendió que yo, tal vez, iba a aminorar el rigor de su suerte. Se detuvo instantáneamente, cruzó las manos en el pecho y, con voz suplicante, murmuró algunas palabras que no pude entender.

Aquella actitud conmovedora despertó mi compasión, a pesar del miedo que nos causa la presencia de un cimarrón, me aproximé a él y, con una voz que bien comprendió ser protectora y amiga, le dije:

– ¿Quién eres, hijo? ¿Qué buscas?

– ¡Ay! Señora mía – exclamó levantando los ojos al cielo –, busco a mi madre que corrió en esta dirección, huyendo del cruel capataz que la perseguía. Yo ahora también soy un fugitivo: porque hace una hora dejé mis tareas para buscar a mi pobre madre que, además de loca, está por morir. No sé si él la encontró y qué será de ella. ¡Ay! ¡Mi madre! Es necesario que me dé prisa, para ver si la encuentro antes de que el capataz lo haga.

– Aquel hombre es un tigre, señora mía, una bestia.

Lo escuchaba sin interrumpirlo, pues era mucho el interés que me inspiraba el miserable esclavo.

– Mañana – continuó – he de ser castigado, he de recibir trecientos latigazos porque abandoné mis tareas antes de las seis, pero mi madre morirá si él la encuentra. ¡Estaba trabajando la pobre! Mi madre cayó desmayada. El capataz la obligó a trabajar, dándole latigazos, y ella salió corriendo a los gritos. Él corrió detrás de ella. Yo corrí también, corrí hasta aquí porque fue ésta la dirección que tomaron. Pero ¿dónde está ella?, ¿dónde estará él?

– Escucha – le respondí entonces –, tu madre está a salvo, se salvó de casualidad, y el capataz está, en este momento, bien lejos de aquí.

– ¡Ay! Señora mía, ¿dónde?, ¿dónde está mi madre y quién la salvó?

– Sígueme – le dije – tu madre está allí – y apunté al arbusto donde se había refugiado.

– ¡Madre! – sin miedo de ser escuchado, exclamó el hijo –, ¡madre!...

De hecho, allí, con la frente apoyada en un tronco cortado y el cuerpo tendido en el suelo, la infeliz forajida dormía un sueño agitado.

– Madre – le grito al oído y, doblando sus rodillas en la tierra, la tomó en sus brazos – Madre … soy Gabriel…

Ante esta exclamación de pungente angustia, la miserable pareció despertar. La miró fijamente, pero no articuló ningún sonido.

– ¡Ay! –  respondió Gabriel – ¡Ay! ¡Señora mía! ¡Mi madre se muere!

Me uní a ese interesante grupo con la finalidad de prestar ayuda. En efecto, justo a tiempo. Ella sufría un ataque espasmódico. Estaba rígida y parecía estar a punto de exhalar su último suspiro.

– No, ella no morirá de este ataque, pero es necesario prestarle asistencia inmediata – le dije.

– Dígame, señora mía - respondió el joven en la más pungente ansiedad –, ¿qué debo hacer?

– Volvería a la hacienda, aunque fuera castigado con rigor, pero no quiero, no puedo ver a mi madre morir aquí sin socorro alguno.  

– Cálmate – le dije, viendo asomar en la loma, de donde observaban todo lo que acabo de narrar, a mis criados, quienes me buscaban –, espera – le dije –, voy a hacer transportar a tu madre a mi casa y la haré volver a la vida.

– Dígame, señora mía, a sus órdenes.

– Actualmente, no vivo lejos de aquí. ¿Sabes qué distancia hay de aquí a la playa? Estoy en la región de los balnearios.

– Sí sé, señora, es muy cerca. ¿Qué debo hacer entonces?

– Tú y estos hombres – los criados acababan de llegar – van a transportarla inmediatamente a mi residencia y, allí, voy a intentar reanimarla.

– ¡Oh! Señora mía, ¡cuánta bondad! – sólo dijo eso y, acto seguido, tomó en sus brazos a su pobre madre, todavía rendida a su doloroso paroxismo, y dijo:

– Señora mía, yo solo llevaría a mi madre al fin del mundo.

Me sentí convocada a la veneración en presencia de aquel amor filial, manifestado tan sencillamente.

– Sigamos entonces – respondí.

Gabriel caminaba tan rápidamente que apenas si podía acompañarlo. 

En menos de quince minutos atravesábamos el umbral de la casita, que hacía apenas dos días habitaba.

Yo conocía bien la gravedad de mi acto: recibía en mi hogar a dos esclavos forajidos y, tal vez, esclavos de algún poderoso señor. Esto era exponerme a la vindicta pública, pero, en primer lugar, estaba mi deber y mi deber era socorrer a aquellos infelices.

Sí, a la vindicta pública, ley que todavía perdura, ley que le garantiza al fuerte el derecho abusivo y execrable de oprimir al débil.

¡Pero dejar de prestar auxilio a aquellos desgraciados, tan abandonados, tan perseguidos, que ni en la última agonía, ni para traspasar ese tremendo portal de la Eternidad, tenían sosiego o tranquilidad! No.

Tomé con coraje la responsabilidad de mi acto: la humanidad me imponía ese santo deber.

Hice recostar a la moribunda en una cama, hice abrir todas las puertas para que la ventilación fuera libre y buena, y le brindé los servicios que el caso exigía, con tanta suerte que, en poco tiempo, recuperó los sentidos.

Miró a su alrededor, como espantada de lo que veía, y volvió a cerrar los ojos.

– ¡Mi madre!... ¡Mi madre! – exclamó nuevamente el hijo.

– Al compás de esa voz llorosa y tan agradecida, ella levantó la cabeza, extendió los brazos y, con voz débil, murmuró:

– ¡Carlos!... Urbano…

– No, madre, soy Gabriel.

– Gabriel – respondió ella, con voz estridente – Es de noche, ¿a dónde fueron?

– ¿De quién habla? - interrogué a Gabriel, que limpiaba sus lágrimas en el cobertor de la cama de su madre.

– Está loca, señora mía. Habla de mis hermanos Carlos y Urbano, niños de ocho años, que mi amo vendió a Rio de Janeiro. Ese día, ella enloqueció.

– Qué horror! – exclamé con indignación y dolor – ¡Pobre madre!

– Sólo yo le resto – continuó sollozando –, sólo yo… ¡sólo yo!...

Mientras tanto, la enferma, poco a poco, recobraba las fuerzas, la vida y la razón. Fenómenos de la muerte, podría decirse: lucha impotente, aunque natural, contra el exterminio.

– ¿Gabriel? ¿Gabriel? – ¿Eres tú?

– Es de noche. Me muero… ¿Y el trabajo? ¿Y el capataz?

– Estás a salvo, pobre mujer – le dije – tú y tu hijo están bajo mi protección. Descansa, aquí nadie los tocará, ni con un dedo.  

– Como no deben ignorar, en ese entonces, yo ya era miembro de la sociedad abolicionista de nuestra provincia y la de Rio de Janeiro. Envié, prontamente, a uno de los míos a la capital.  

– Entonces ella me miró fijamente y en sus ojos brilló lucidez, esperanza y gratitud.

Sonrió y murmuró.

– ¿Todavía hay en este mundo alguien que se compadezca de un esclavo?

– Hay muchas almas compasivas - retruqué - que se conduelen del sufrimiento de su hermano. 

A esa hora casi suprema, la infeliz exclamó con una voz diferente:

– ¡No imagina, señora mía, lo que es morir sin ver a mis hijos!

Mi amo los vendió… eran tan pequeños… eran gemelos. Carlos, Urbano…

Tengo la vista tan débil… es la muerte que llega. No tengo pena de morir, tengo pena de dejar a mis hijos… ¡mis pobres hijos!... Aquellos que me arrancaron de los brazos… ¡Éste que también es esclavo!...

Y los sollozos de la madre se confundieron por mucho tiempo con los sollozos del hijo.

Era una escena conmovedora y lastimosa, que despedazaba el corazón.

¡Ay! ¡Maldigo la opresión! ¡Maldigo al esclavista!

Coloqué en sus labios el calmante que la sostenía y le ordené a Gabriel que fuera por algún alimento. Era necesario separarlos.

– ¿Quién es vuestra merced, señora mía, que ha sido tan bondadosa conmigo y con mi hijo? Nunca encontré en mi vida a un blanco que se compadezca de mí. Creo que Dios perdona mis pecados y que comienzo a ver ángeles.

– ¿Y quién es ese señor tan malvado, ese señor que te está matando?

– ¿Entonces, señora mía, usted no conoce al señor Tavares de Cajuí?

– No – le respondí con seguridad –, estoy aquí hace apenas dos días, todo me resulta extraño, no lo conozco. Será bueno recoger algunas informaciones sobre él. Gabriel me las dará.

– ¡Gabriel! – dijo ella – No. Yo misma. Todavía puedo hablar.

Y comenzó:

– Mi madre era africana, mi padre de raza india, pero de color oscuro. Él era libre, mi madre era esclava.

Eran casados y, de ese matrimonio, nací yo. Para aminorar los castigos que este hombre cruel infligía diariamente en mi pobre madre, mi padre casi consumía sus días ayudándola en sus desmedidas tareas; pero incluso así, consiguió, redoblando el trabajo, un fondo de reserva en mi favor.

Un día le presentó a mi amo el monto obtenido y le dijo que era para mi rescate. Mi señor recibió la moneda sonriendo – yo tenía cinco años – y le dijo: – la próxima vez que vaya a la ciudad, traigo su carta. Vaya tranquilo.

Demoró para ir a la ciudad. Cuando fue, tardó algunas semanas y, cuando llegó, le entregó a mi padre una hoja de papel escrita que decía:

– Tómala y guárdala con cuidado, ésta es la carta de libertad de Joana. 

Mi padre no sabía leer y, agradecido, besó las manos de aquella bestia.

Me abrazó, lloró de alegría y guardó la supuesta carta de libertad.

Esto duró dos años. Mi padre murió de repente y, al día siguiente, mi amo le dijo a mi madre:

– Que Joana vaya a trabajar, ya tiene siete años y no admito esclavas ociosas.

Mi madre, sorprendida y confundida, cumplió la orden sin articular una palabra.

A mi padre, nunca se le pasó por la cabeza que aquella supuesta carta de libertad fuera un fraude. Nunca se la hizo leer a nadie. Pero mi madre, en vista del rigor de semejante orden, tomó el papel y se lo dio al que me daba lecciones para que lo lea. ¡Ay! ¡Eran unas cuatro palabras sin nexo, sin firma, sin fecha! Yo también la leí cuando cayó de las manos del mulato. Mi pobre madre dio un grito y cayó convulsionando.

Tuvo una fiebre ardiente, delirios y, tres días después, estaba con Dios.

Me quedé sola en el mundo, entregada al rigor del cautiverio.

Aquí ella se detuvo, se le agitaron los miembros en un temblor convulsivo.

La muerte avanzaba. Nuevamente coloqué en sus labios la cuchara con el calmante que le aplicaba y le pedí que no reviviera recuerdos dolorosos que podían matarla.

– ¡Ay! Señora mía – comenzó de nuevo más reanimada –, amadrineii a Gabriel, mi hijo. O escóndalo en los fondos de su tierra. Miré, si él fuera capturado, ¡morirá bajo el látigo como tantos otros, a quienes mi amo ha hecho expirar bajo el flagelo! Mi hijo acabará así.

– No, no acabará así. Descansa. Tu hijo está bajo mi protección y cualquiera sea la actitud que pueda asumir este hombre que es tu amo, Gabriel no volverá más a su poder.

Ella se ausentó por un momento y, después, tomándome las manos, las besó con gratitud.

– ¡Ay! Si pudiera ver, en esta hora extrema, a mis pobre hijos. ¡Carlos y Urbano!... ¡Nunca más los veré!

Tenían ocho años.

Un hombre desmontó en la puerta del ingenio, donde trabajaban juntos mis pobres hijos – era un traficante de carne humana. ¡Ente abyecto y sin corazón! Hombre a quien las lágrimas de una madre no pueden conmover, ni lo conmueven las lágrimas de un inocente.

Ese hombre intercambió unas ligeras palabras con mi amo y salió.

Yo tenía el corazón oprimido, presentía una nueva desgracia.

A la hora habilitada para el descanso, arropé a mis pobres hijos que, extenuados de cansancio, rápidamente adormecieron. Oí a lo lejos un rumor, como de hombres conversando. Afiné los oídos, las voces se aproximaban. Inmediatamente reconocí la voz del amo. Sentí palpitar desordenadamente mi corazón, me acordé del traficante… corrí hacia mis hijos, que dormían, los apreté en mi corazón. Entonces sentí un zumbido en los oídos, se me escapó la luz de los ojos y creo que perdí los sentidos.

No sé cuánto tiempo duró este estado de estupor, desperté con los gritos de mis pobres hijos que me arrastraban por la sala llamándome: ¡Mamá! ¡Mamá!

¡Ay! ¡Señora mía! Abrí los ojos. ¡Qué espectáculo! Habían derribado la puerta de mi pobre casita y habían penetrado en ella mi amo, el capataz y el infame traficante.

Él y el capataz arrastraban, sin corazón, a los hijos que se abrazaban a su madre.

Gabriel entraba en ese momento. Basta, madre, le dijo al ver, en su rostro, la expresión de todos los síntomas de una muerte próxima.

– Déjame terminar, hijo mío, antes de que la muerte me cierre los labios para siempre… déjame morir maldiciendo a mis verdugos.

– ¡Por Dios, por Dios!, grité volviendo en mí, por Dios, ¡llévenme con mis hijos!

– ¡Cállate! Me gritó mi feroz amo. Cállate o te haré callar.

– ¡Por Dios!, me puse de rodillas y tomando las manos del cruel traficante: ¡mis hijos!... ¡Mis hijos!...

Pero él, dándoles un fuerte empujón y amenazándolos con el látigo que empuñaba, se los entregó a alguien que debía llevarlos…

Aquí, la miserable se calló. Yo respetaba su silencio, que era doloroso, cuando escuché un suspiro profundo y lastimoso.

Me incliné sobre ella. Gabriel se arrodilló y juntos exclamamos:

– ¡Muerta!

En efecto, había dejado de sufrir. El impacto había sido demasiado intenso para sus débiles fuerzas.

La luna recorría melancólica y solitaria los páramos del cielo y cortaba con una cinta de plata las olas del océano.

En ese instante, un hombre se asomó en la puerta. Era el hombre del flagelo, al que ellos llamaban capataz. Era aquel hombre de fisonomía siniestra y terrible, que me había interpelado algunas horas antes sobre la infeliz forajida. Y este hombre, ahora más repugnante todavía, aparecía seguido de dos negros que, como él, pararon en la puerta.

– ¿Qué quiere? – le pregunté – Puede entrar.

El pobre Gabriel se refugió temblando en la esquina más oscura de la casa.

– Anda, Gabriel – le dije con voz segura –, continúa tu obra – y, volviéndome hacia el capataz, agregué:

– Yo y este desconsolado hijo nos ocupamos de cerrar los ojos de la infeliz a quien el cautiverio y el martirio la llevaron tan prontamente a la tumba.

Conmovidos por la presencia de la muerte, los dos esclavos dejaron caer la frente hacia el pecho y el propio capataz, en un primer ímpetu, tuvo un impulso humano, pero, recomponiendo de repente su fisonomía ruda y feroz, me dijo:

– Es la segunda vez que la encuentro hoy, señora mía, sin embargo, no sé todavía a quién le hablo. Le pido que me diga su nombre para que se lo haga conocer a mi patrón, el señor Tavares. Es escandalosa, señora mía, la protección que le da a estos esclavos forajidos.

Estas palabras inconvenientes merecieron mi desdén, no le respondí.

Mi silencio le dieron más coraje y, comportándose como un insolente, continuó:

– Usted, señora, ayudó a la madre en su fuga; tuvo su fin aquí, más tarde sabremos el porqué. ¿Pretenderá ayudar al hijo también?

¡Eso lo veremos!...

¡João!, ¡Félix! Y con un movimiento de cabeza les indicó lo que debían hacer.

Gabriel, que con mi llamado había vuelto a colocarse junto al cadáver de su madre, al percibir que venían a atraparlo, se levantó despavorido sin saber qué hacer.

– ¡Detente! – le grite – Estás sobre mi inmediata protección – y volteando hacia el hombre del flagelo, le dije:

– ¡Insolente! Ni una palabra más. Vete y dile a tu amo, miserable instrumento de un esclavista, dile que una señora recibió en su casa a una pobre esclava, loca porque le arrancaron dos hijos menores de los brazos y los vendieron al Sur; una esclava moribunda que, incluso así, es perseguida por sus implacables torturadores.

Vete y entrégale esta tarjeta, ahí encontrará mi nombre.

Vete y que nunca más nos volvamos a ver.

Él se mordió los labios para tragarse un insulto y desapareció.

Al día siguiente, ya era de tarde y estaba a punto de empezar el cortejo fúnebre para la infeliz Joana, cuando en la puerta de mi casita, vi desmontar a un hombre. Era el señor Tavares.

Me saludó con los modales de la alta sociedad y me dijo:

– Discúlpeme, querida señora, si me presento en su casa tan brusca e inoportunamente, sin embargo….

– Sin ceremonia, señor, le dije, buscando abreviar aquellos cumplidos que me incomodaban.  

Sé el motivo que lo trajo hasta aquí y podemos, si quiere, iniciar ya el asunto.

Me costaba, confieso, estar por un largo tiempo en comunicación con aquel hombre que encaraba a su víctima sin consciencia, sin horror.

– Le pido mil disculpas si vine a incomodar.

– Por el contrario, le respondí. Usted me ahorro el trabajo de tener que buscarlo.

– Sé que la negra está muerta – exclamó –, y el hijo se encuentra aquí. Tuvo la bondad de comunicarme todo esto ayer. Esta negra – continuó, mirando fijamente el cadáver –, esta negra era una cosa demoníaca, le tenía miedo a todo, andaba siempre forajida, en esto gastó su existencia. Murió, no lamento esa pérdida, ya no servía para nada. Antonio, mi capataz, que es un excelente y cuidadoso servidor, era el que se cansaba buscándola. Sin embargo, señora mía, ¡este negro! – designaba al pobre Gabriel –, con este negro la cosa cambia. Mi querida señora, este negro está forajido, espero que me lo entregue, ya que soy su legítimo dueño y quiero corregirlo.    

– Por el amor de Dios, madre mía – gritó Gabriel, completamente desorientado –, madre mía, llévame contigo.

– Tranquilízate – le respondí con calma –, ¿no te he dicho ya que te encuentras bajo mi protección? ¿No confías en mí?

– ¿Qué significan esas palabras, querida señora mía?  No la comprendo.

– Ahora va a comprenderme – retruqué, presentándole un volumen de papeles firmados y totalmente sellados.

Me arrancó los documentos y los leyó. Nunca en su vida había sufrido tan extraordinaria contrariedad.

– Sí, mi estimada señora – arguyó, terminando la lectura –, el derecho de propiedad, otrora otorgado por ley a nuestros abuelos, hoy no es más que una burla…

La ley retrocedió. Hoy se protege escandalosamente al esclavo contra su amo, hoy cualquier individuo le dice a un juez de huérfanos:

A cambio de esta cantidad exijo la libertad del esclavo fulano, haya o no aprobación de su señor.

¿Esto no les parece interesante?

– Discúlpeme, señor Tavares – le dije.

En conclusión, le presento a un cadáver y a un hombre libre.

¡Gabriel levanta la frente! ¡Gabriel eres libre!

El señor Tavares saludó y retrocedió en su fogoso alazán, sin ninguna duda, más furioso que un tigre.

 

Notas

* In: REIS, Maria Firmina dos. Úrsula 7.ed. rev. ampl. Actualización ortográfica, contextualización histórica y epílogo de Eduardo de Assis Duarte. Belo Horizonte: Editora PUC Minas, 2018, p. 193-207. Publicado originalmente en Revista Maranhense, n. 3, 1887.

** Julieta Kabalin Campos es licenciada en Letras y correctora literaria por la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina). Actualmente realiza su doctorado en la misma institución con una beca del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONICET) y se desempeña como profesora adscripta en la cátedra Literatura Latinoamericana I de la Escuela de Letras de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la UNC. Correo electrónico: Este endereço de email está sendo protegido de spambots. Você precisa do JavaScript ativado para vê-lo.

[i] Nota de la traductora: Opto por traducir el término “homem”, utilizado en el original, por “persona” y no por “hombre” para evitar la repetición del término en la misma oración y por considerarla una opción más apropiada en tanto resiste el uso sexista del masculino, como género no marcado, para referirse a la humanidad como un todo.

[ii] Nota de la traductora: Si bien, en el original, la autora usa el verbo “apadrinhar”, he decidido traducirlo por el verbo “amadrinar”, derivado del sustantivo femenino, para evitar la reproducción sexista que guarda este uso.

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