Juan José Saer

Responso

 

 

 

 

 

 

 

 

Introducción y notas a cargo de

Ana Silvia Galán

 

 

Edición

Diana París

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

PLANETA


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Diseño de cubierta: Mario Blanco

Diseño de interior: Alejandro Ulloa

 

© 1976, 1998, Juan José Saer

 

Derechos exclusivos de edición en castellano

para la Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay:

© 2000, Editorial Planeta Argentina S.A.I.C.

Independencia 1668, 1100 Buenos Aires

Grupo Planeta

 

ISBN 950-49-0559-5


 

 

ÍNDICE

 

El autor. 4

BARRIOS LE PIDE A SU MUJER LA MÁQUINA DE ESCRIBIR.. 8

POR QUÉ CONCEPCIÓN DEJÓ A BARRIOS. 17

REFLEXIONES EN EL COLECTIVO.. 22

HERMOSURA.. 26

EN VIAJE HACIA UNA CASA DE CAMPO.. 34

EL LUGAR DEL PELIGRO.. 41

LA MESA DE FERROCARRIL. 44

LAS DIEZ DE ÚLTIMAS. 47

EL GOLPE DE GRACIA.. 51

TEMPORAL. 54

EL CAMIONCITO.. 56

LA VIDA ES UN SUEÑO.. 62

 

 


 

PARA ENTRAR EN TEMA

 

El autor

 

Juan José Saer nació en Serodino, provincia de Santa Fe, en 1937, y en 1948 se trasladó a la ciudad de Santa Fe, donde tiempo después realizó sus primeros trabajos en el periodismo. Paralelamente comenzó a desarrollar su vocación por la literatura, pero en especial por la escritura de poesía y de narrativa, dos géneros que nunca habría de abandonar.

En esos años de la década del 50, Saer tiene la oportunidad de compartir sus inquietudes y su interés por la literatura con otros intelectuales amigos, Hugo Gola, Jorge Conti, Roberto Maurer, a quienes más tarde se sumarían Marylin Contardi, Raúl Beceyro y Luis Príamo, entre otros.

Quizás el acontecimiento más definitorio para este grupo, que no estaba nucleado en torno de ninguna publicación periódica, sino que se reunía para intercambiar textos y lecturas, fue la creación, en 1958, de la Escuela de Cine, perteneciente a la Universidad del Litoral. Aunque la experiencia como docentes de la institución fue breve, les permitió definir sus gustos y su forma de expresión, tanto en el campo de la literatura como en el del cine. Esta afinidad de Saer con el lenguaje cinematográfico no sólo se hará visible en el tratamiento de algunas escenas de su literatura, sino que le hicieron pensar en la posibilidad de dedicarse a filmar: "Mi única y verdadera vocación siempre fue la de ser escritor. Nunca quise ser pintor o músico o diplomático o lo que fuere. Pero en un determinado momento de mi vida, alrededor de los 22 o 23 años, mi pasión por el cine era tan grande que tuve la tentación de dedicarme a ser realizador. Dos cosas me disuadieron. Primero, pensar que probablemente no tenía la capacidad para hacerlo, porque el cine es un trabajo físico muy difícil de hacer para una persona perezosa como yo. Y segundo, porque para hacer cine se necesita mucho dinero, y eso obliga al cineasta a bajar al mundo de las finanzas para poder materializar sus sueños".1

Son estos años —los de la década del 60— los que impulsaron la renovación y la experimentación en nuestra narrativa, que coincidieron con el reconocido "boom latinoamericano", un fenómeno de gran resonancia en Europa, pero muy discutido por nuestros académicos y poco aceptado por los integrantes de este grupo. Para ellos, lectores de Borges pero también de otros grandes escritores de la literatura universal, como Faulkner, Proust, Mann, y de grandes poetas (Rubén Darío, Ungaretti, Móntale), hubo una figura poco difundida entonces pero con muchos méritos literarios a la que admiraron y que les marcó un modo de percibir el mundo y de representarlo a través de la palabra: el poeta entrerriano Juan L. Ortiz.

La obra

 

En 1960 y en Santa Fe, Saer ve publicado su primer libro de cuentos, En la zona, un título más que significativo, si tenemos en cuenta que prácticamente todas sus ficciones posteriores estarán ubicadas en esta región del litoral santafesino. Tanto en cuentos, relatos o novelas, el narrador saeriano se colocará en ese lugar geográfico, pero no con la intención de acentuar un valor regionalista, de color local, sino como un espacio de origen —además de personal, también para la escritura— que sus diferentes historias tomarán como centro para la construcción imaginaria.

Más tarde, en 1964, aparecerá la novela que nos ocupa, Responso, editada en Buenos Aires, y sucesivamente Palo y hueso, La vuelta completa y el volumen de cuentos Unidad de lugar. Así se completará esa primera producción del escritor, quien en el año 1968 viaja a París, Francia, en calidad de becario, aunque luego de cumplir una estadía transitoria adopta esa ciudad como su lugar de residencia permanente, hasta la actualidad. Allí trabaja como docente y continúa escribiendo en castellano, para luego publicar sus libros, como suele hacerlo habitualmente, en nuestro país.

Desde 1969 hasta ahora han aparecido los siguientes títulos del autor: las novelas Cicatrices (1969) y El limonero real (1974); un libro de relatos, La mayor (1976); El arte de narrar (1977), volumen compuesto por poemas (aunque el título pareciera indicar lo contrario), y las novelas Nadie nada nunca (1980) y El entenado (1983). En este mismo año publica dos volúmenes de cuentos, Narraciones I (que incluye también Palo y hueso) y Narraciones II (que contiene Responso). Le seguirán las novelas Glosa (1986), La ocasión (1988), Lo imborrable (1993), La pesquisa (1994) y Las nubes (1997). En calidad de ensayista publicó en 1991 El río sin orillas (tratado imaginario), un libro que repasa la historia argentina que se gestó en las márgenes del Río de la Plata, y otros tres, Una literatura sin atributos (1988), El concepto de ficción (1997) y la narración—objeto (1999), compuestos por artículos diversos en los que Saer reflexiona sobre la literatura en general y sobre el oficio de escritor.

Dos líneas de influencia muy notorias son las que la crítica ha señalado respecto de la narrativa saeriana.2 Por un lado, la literatura de Jorge Luis Borges, cuya ascendencia se extendió sobre casi todos los escritores argentinos de las generaciones que lo sucedieron, y que se hace evidente en Saer en la combinación de tradición y vanguardia y en una formulación narrativa alejada de las pretensiones del realismo psicológico. Esta preferencia se advierte en los recursos que destacan el artificio, es decir, la maquinaria que se pone en movimiento para que el texto literario no refleje la realidad tal como la vemos, sino que la vuelva singular, única en la experiencia estética.

La corriente del objetivismo francés, identificada también como Nouveau Román, es otra de las marcas notorias en la literatura de Juan José Saer. Su forma de narrar le dedica especial atención a las imágenes que nos transmiten los sentidos (sobre todo las que provienen de la mirada) pero enfatizando hasta las partículas más pequeñas de lo descriptible, y con tanta minuciosidad, que la reacción que provoca en el lector, más que de reconocimiento de lo cotidiano, es de verdadera extrañeza. El objetivismo tuvo en cuenta las categorías del relato tradicional —tiempo, espacio y personajes— sólo para someterlas a discusión o cambio, aunque también para desconocerlas, por lo que constituyó a la narración en campo experimental de la literatura.

Para sintetizar, podríamos acordar que las narraciones de Saer deben su originalidad a algunas particularidades que luego se han convertido en constantes de sus producciones: la descripción pormenorizada pero fragmentaria del mundo material, la elección de un registro intensamente poético para su lenguaje y el interés por personajes sencillos colocados en el centro de situaciones o historias igualmente simples, a los que el narrador se aproxima, pero no para bucear en su psicología, sino para aprehender en la pequeñez de sus gestos o en algunos actos cotidianamente minúsculos, algo de la realidad aparente e incierta que los envuelve.

Su prosa suele verse como un intento de comprobar cuánto podemos acercarnos al mundo real y conocerlo a través de los datos que nos otorga nuestra percepción. Las mismas escenas repetidas con leves variaciones, la exploración profunda de sensaciones visuales o auditivas que pueden parecemos incluso triviales, más la búsqueda de un lenguaje que procura dar cuenta de lo perceptible aun admitiendo la imposibilidad de representarlo enteramente, constituyen un estilo reconocible en casi todos sus textos. De ahí esta aseveración sobre su propósito como escritor: "Trato de poner en evidencia la incertidumbre porque esa es mi ideología de la percepción del mundo".3

En ese afán por indagar lo que nos entregan nuestros sentidos, el narrador saeriano encuentra algunas zonas que presentan mayor dificultad para su acceso. Esta es la razón por la que, cuando se trata de la aprehensión a través de la mirada, hallaremos una oscilación que va desde los espacios de luz más intensa hasta los de sombra más profunda. En muchos de sus textos, el narrador se demora en la observación de territorios iluminados y otros en penumbra, como un modo de señalarnos la confusión del entorno y nuestras limitaciones para conocer en su totalidad la realidad que captamos sensitivamente.

 

 

Responso: La complejidad del mundo real

 

 

Responso es un texto cuya construcción descansa sobre los elementos señalados. En lo que respecta a su clasificación, convendría señalar que es una novela breve o nouvelle, porque desarrolla un fragmento de la vida del personaje central, acompañado de otros dos, su esposa y un amigo, ambos de carácter secundario, cuyas acciones operan como complemento del protagonista.

La historia de Barrios, un ex periodista derrotado por la historia social y política de nuestro país pero también en su vida personal, y de su ex mujer Concepción, no muestra un conflicto denso ni sorpresivo para el lector. Con una prosa cuidada y plena de imágenes sutiles, el narrador de Saer va formando esta trama sencilla y rica en modulaciones, cuyo punto más alto sea quizás el de un lenguaje que trabaja en el tejido espeso de las percepciones.

La caída del gobierno de Perón en 1955 y la llegada del gobierno militar vinieron acompañados de un clima de autoritarismo y opresión que condujeron a la sociedad argentina a un estado de desilusión, impotencia y fracaso. A Alfredo Barrios le pasa lo mismo que al país: ha equivocado su camino, no puede rehacerse y choca en cada acto de su vida con la insatisfacción que provoca resignar los sueños y la esperanza. Junto a él está Concepción, que fue su esposa hasta seis años antes del comienzo del relato. El orden, la pulcritud y la certeza de una vida ordenada son para ella —inspectora de escuelas públicas— el mejor antídoto contra la dispersión y las pérdidas, el único capital que su ex marido le propone y con el que sigilosamente la amenaza.

Es muy probable que luego de finalizar la lectura de Responso reconozcamos que, desde el punto de vista de la acción, muy poco ha pasado en esta novela. Los acontecimientos, el progreso de la trama, el suspenso, no son su eje fundamental. A cambio de esa ausencia, nos habremos encontrado con una prosa reflexiva que roza el territorio de la poesía y que convierte al mundo real en el centro de su exploración y búsqueda de sentido. Lo demás lo constituyen los diversos tonos con que se pinta un fragmento de la vida de Alfredo Barrios. Y tan sólo seis horas bastarán para que podamos introducirnos en la dura lucha de este ser humano, la que entabla entre su naturaleza (lo que es) y lo que desearía ser, para convertirse en una persona querida y socialmente aceptada.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

A Roberto Maurer


 

BARRIOS LE PIDE A SU MUJER
LA MÁQUINA DE ESCRIBIR

 

 

 

—Dos —dijo, complacido, en el momento en que Concepción, con la cucharita cargada de azúcar elevada e inclinada sobre su taza de té, lo miraba con una sonrisa inquisitiva.

Concepción dejó caer el azúcar en la taza de su marido, volvió a llenar la cucharita y después de echarla en la taza comenzó a revolver el contenido con una delicada pericia. Estaba de pie, inclinada sobre la mesita del jardín, preparando el té de su marido y el suyo. A pesar de su aire maduro, Concepción se conservaba todavía hermosa: era delgada, alta, y su piel tenía un ligero matiz oliváceo que le daba un aspecto sumamente interesante. Barrios la miraba emitiendo una sonrisa pensativa; miraba su blusita blanca, casi de niña, aplastando todavía más sus senos de adolescente, la cadenita de oro que colgaba bailoteando sobre el escote mientras ella se movía, de un lado al otro, inclinada sobre la mesa para servir el té; miraba su pollera floreada y acampanada como la de una niña y sus suaves y flexibles zapatillas rojas parecidas a las de baile. Todo lo demás, Barrios lo conocía. Suspiró, con tristeza, de un modo imperceptible, sin que Concepción lo notara. Ella echaba azúcar en su propia taza en ese momento, y se sentaba en el blanco sillón de hierro forjado, enfrente suyo.

—Estás hermosa, como siempre —dijo Barrios, sonriéndole.

Concepción sonrió para sí misma, con los ojos bajos, mientras revolvía el té de su propia taza. Se cruzó de piernas con sumo cuidado, dejando entrever sin embargo parte de sus delicados muslos largos.

—Los cuarenta están muy cerca, ya —dijo sin dejar de sonreír—. Nunca puede ser como antes.

—¡No! —exclamó Barrios con vehemencia. Su gorda cara se echó hacia adelante, mirando a Concepción con los ojos muy abiertos—. Como siempre, y más todavía —dijo.

Concepción sacudió la cabeza.

—Tu té se enfría —dijo.

Los ojitos de Barrios miraron hacia la mesa, con sumo placer. El té, para decir la pura verdad, nunca le había gustado, pero recibirlo de manos de Concepción, en ese atardecer de diciembre, ¡ah, eso lo convertía en un deleite extraordinario! El murmullo del agua emergiendo de la manguera que serpeaba semioculta por el césped, el verdor apacible de los canteros que se extendían a lo largo de la galería, atravesados por unos caminitos rojos de polvo de ladrillo, y ese sol de la tarde dorando, en el fondo, un grupo de amplios árboles, producían en Barrios un estremecimiento de paz. El orden, la paz, y la limpieza y la bondad; todo eso constituía el universo de Concepción. Barrios se sentía a sí mismo en ese momento, de un modo secreto, como una gran mancha disonante en medio de todo eso. El reloj de la iglesia de Guadalupe dio las siete. Las campanadas, resonantes y regulares, medidas y equilibradas, permanecieron vibrando gravemente en el oído de Barrios hasta unos minutos después de haber dejado de sonar. Las escuchaba viendo al mismo tiempo como Concepción, con una leve sonrisa destellando en sus ojos dorados, retiraba la taza de sus labios y la depositaba otra vez sobre el plato produciendo un leve tintineo. Era un hermoso espectáculo; nunca olvidaría ese momento, se dijo Barrios, con un ligero desasosiego.

—Has tenido una buena idea al decidirte a construir lejos de la playa —dijo.

Concepción meditó un momento y respondió seriamente. Sabía hacer eso con frecuencia: elevaba el labio superior y arrugaba la frente con aire pensativo antes de hablar.

—Un poco por obligación —dijo—. Cerca de la playa los terrenos son demasiado caros. Y un poco para tranquilidad mía y de mamá también. Dentro de unos días empieza la temporada oficial y esto se convierte en una romería.

Hacía apenas dos meses que Concepción había ocupado la casa; durante el año anterior había ido retocándola poco a poco, así que cuando entró a vivir definitivamente en ella no faltaba casi nada: casi nada, pensó Barrios, viendo en medio del cantero de césped sobre el que el agua de la manguera corría produciendo un murmullo débil, un rosal cuidadosamente estacado sobre el que resplandecía una gran rosa amarilla. La casa le había sido entregada a Concepción el año anterior, pero debido a las amortizaciones del crédito mutual mediante el cual la había construido, se había quedado sin el dinero suficiente como para amueblarla y adornarla. Había preferido vivir un año más en el departamentito al fondo de un largo pasillo, que ocupaba en el centro de la ciudad, hasta tener la casa en condiciones. En ese departamento habían vivido juntos Concepción y Barrios, hasta que se separaron, en el año cincuenta y seis. Durante ocho años, desde que volvieron del viaje de bodas, habían vivido en ese departamentito oscuro y sin patio, algo viejo, abarrotado de muebles extraños, papeles y las colecciones de diarios viejos que Barrios conservaba con casi ninguna utilidad y excesivo e inexplicable orgullo. Al separarse, Concepción había permanecido en la casa y Barrios había comenzado a deambular de pensión en pensión, como continuaba haciéndolo todavía.

—Te debía esta visita en tu nueva casa —dijo Barrios, sorbiendo un traguito de té. Sus dedos regordetes estaban imposibilitados de enganchar en el asa, así que se resignó a sostener la taza con la palma de la mano, ciñéndola con los dedos, como si se tratara de una copa de cognac. En otra circunstancia la taza le hubiera quemado la mano, pero en ese momento Barrios se hallaba demasiado extasiado con lo que lo rodeaba como para advertirlo. Los canteros verdes, los senderitos rojos de polvo de ladrillo, la gran rosa amarilla, el sol dorando en el fondo las copas de los árboles agrupados y la presencia de Concepción, a la que había visto por última vez hacía ya casi un año, en la calle, de pasada, todos esos detalles mágicos colmaban y casi rebasaban los sentidos de Barrios, impidiéndole percibir cualquier otra cosa. Estaba como elevado en una atmósfera extraordinariamente viva, intensa y real y por un momento olvidó su barba de tres días, su olor a bebida, los ciento veinticinco kilos de su cuerpo enfundado, en pleno diciembre, en un traje negro cuyo pantalón, desde hacía por lo menos cuatro días, no se sacaba ni siquiera para dormir. Sobresaltado, Barrios se miró la mano, el dorso de la mano, las uñas; las uñas estaban adornadas en el borde por una pareja franja negra. Rápidamente dejó la taza sobre la mesa y cerró las manos, ocultándolas entre sus gruesos muslos. Eso era lo único real; sus uñas sucias y su olor a bebida, pensó; pero al comprobar que Concepción había recibido con una sonrisa agradable sus palabras, con una sonrisa casi misteriosa, Barrios volvió a olvidarse de sí mismo para penetrar enteramente en ese mundo elevado, hermoso y mágico.

—Sin embargo, la última vez que nos vimos te escondiste en una zapatería para no saludarme —dijo Concepción.

Barrios se sintió enrojecer; así que ella lo había visto.

—¿Qué? —dijo, echándose hacia adelante con una sonrisa incrédula.

—Así como suena —dijo orondamente Concepción, sonriendo también—. Con todos los kilos que has engordado en los últimos años, como para no reconocerte. Y encima, ese traje negro. ¿No tenés otro?

Barrios mantuvo su sonrisa, con la mirada fija en el rostro de Concepción; si ella lo había visto, quizás había adivinado la razón que lo impulsó a obrar así. Había sido en pleno centro; al verla, su corazón comenzó a palpitar violentamente y el rostro le ardía. Inexplicablemente, había sentido el impulso de ocultarse, de no ser visto. Se había metido en una zapatería hasta que la vio pasar por la vereda de enfrente; esperó un momento y después salió viéndola doblar la esquina, alta y delgada, con su paso plácido, bajo el sol de la mañana.

—¿Tanto te pesaba saludarme? —dijo Concepción.

—Estás equivocada. De veras —dijo Barrios.

—Ay, Alfredo, siempre mentiroso, vos —dijo Concepción—. ¿Qué te costaba, digo yo, cruzarte y saludarme?

Barrios sintió otra vez, inexplicablemente, el impulso de emitir una sonrisa ambigua y malévola. Mientras sonreía pensó que era mucho más conveniente para él dejar que su mujer imaginara que la había evitado no por temor ni vergüenza, sino por simple desprecio. Se sintió mal mientras trataba de dar esa sensación, pero continuó sonriendo.

—No hablemos de eso ahora —dijo con aire misterioso—. Qué linda tu casa.

La galería en la que se hallaban sentados, en esos sillones de hierro blanco trabajosamente construidos, sobre almohadones de provenzal floreado, estaba en la parte trasera de la casa, y el piso era de mosaicos de un rojo intenso, oscuro y fresco; una franja de portland, angosta y regular, separaba la galería de los canteros de césped sobre los que el agua de la manguera se deslizaba produciendo un leve murmullo, atravesados irregularmente por los senderos rojizos de polvo de ladrillo. Más allá, en el fondo, un grupo de árboles, de amplia copa, recibía la luz dorada del crepúsculo. Era el día cinco de diciembre del año 1962. Seis años antes, Concepción se había separado de su marido declarando que no volvería a compartir su vida con él, salvo que Barrios cambiara la suya propia. Barrios había aceptado la decisión, tranquilamente; pesaba treinta y cinco kilos menos entonces, y no tenía más que treinta y nueve años. Se afeitaba todos los días, o día por medio a más tardar, en aquella época.

Concepción hizo una mueca triste y dejó la taza sobre la mesa.

—¿Cómo estás, Alfredo? —dijo.

Barrios emitió una risita cascada, como la de un hombre no de cuarenta y cinco sino de noventa años.

—Bien —dijo.

Meditó sobre un hecho muy curioso mientras lo decía: había aceptado tranquilamente que Concepción lo abandonara, casi lo había deseado, pero cada vez que se encontraba con Concepción y Concepción le preguntaba "¿Cómo estás?", él respondía con la misma palabra: "Bien", acompañando su respuesta con una risita seca que quería significar todo lo contrario. Salvo aquella mañana en que se había escondido inexplicablemente en la zapatería, siempre procuraba, delante de Concepción, referirse a sí mismo con un aire de despecho y amargura.

—El té, Alfredo —dijo Concepción—. Se enfría.

Barrios recogió la taza, obedientemente, y se bebió todo el té de un solo trago. Después dejó la taza sobre el plato, produciendo un tintineo seco, y suspiró con satisfacción.

—¡Qué bien se está aquí! —dijo.

Se sintió nuevamente elevado a esa atmósfera nítida, hermosa y mágica. ¿Cómo podía haber despreciado miles de momentos como ése, al lado de aquella mujer, de Concepción, que ahora le sonreía con paz y alegría? No sabía cómo. El rostro oliváceo de Concepción se mantenía suave y joven; apenas si algunas arrugas alrededor de los hermosos ojos dorados revelaban el paso del tiempo. Nadie le hubiese dado más de treinta años. Tal vez ella estaba negándose a envejecer hasta que él volviera a su lado. La idea le gustó. Habría llegado a celebrarla con una sonrisa de no haber visto, al bajar la cabeza, las manchas de grasa que exhibía, innumerables y antiguas, en las solapas todas arrugadas en los bordes de su saco negro. Concepción lo pescó en el momento en que se cruzaba de brazos para ocultarlas.

—¿En qué gastas la cuota de la tintorería, si puede saberse? —dijo amablemente mientras se levantaba—. Voy a traer un poco de bencina. Ya vengo.

Barrios intentó protestar y cuando trató de levantarse sus gruesas rodillas chocaron contra el borde de la mesa, haciendo saltar y tambalear los pocillos, las cucharas, los platos y la tetera, con un estrépito espantoso. Enrojeció; le costó salir del sillón, estaba demasiado gordo hasta para un sillón de jardín, de los más anchos. Viendo a Concepción abrir la puerta de tela metálica de la cocina, y desaparecer en el interior, Barrios se preguntó cuándo reventaría por fin, cuándo se libraría por fin de ese cuerpo sucio, torpe y pesado que soportaba como una condena. La vista del atardecer borró gradualmente su pensamiento. ¡Qué deleite, la verdad, estar vivo para contemplar el césped, brillando húmedo, atravesado por los sinuosos caminitos rojizos, para oír el murmullo del agua que emergía de la boca de la manguera, y alzando la vista desde la galería, descubrir el último sol de la tarde dorando la copa de los árboles en el fondo, bajo un cielo de un azul cada vez más oscuro! Solamente a Concepción podían ocurrírsele cosas tan estupendas; Concepción era naturalmente buena y apacible, y no podía rodearse más que de cosas buenas y apacibles. Peso sobre peso había ahorrado para hacerse esa casa con el crédito mutual del Magisterio; se sacrificó durante años para conseguir ese pedazo de terreno, ese techo, ese jardincito, donde vivir y morir en paz. Emitió una sonrisita pensativa. ¿No estaba exagerando la nota? Se había hecho por fin esa casita en un barrio de fin de semana, exprimiendo en lo posible su sueldo de inspectora de escuelas con quince años de antigüedad, aparte de unos pesos que había heredado de un tío materno, y la había ido amueblando poco a poco, según se lo iba permitiendo su entrada mensual; eso era todo. Casi todo el mundo hacía lo mismo. Se volvió, enfrentándose con la mesita donde acababa de tomar el té. Sintió una oscura compasión por su mujer y por sí mismo. Y sin embargo, pensó mientras la sonrisa iba borrándose en su rostro fofo y barbudo, en sus ojitos saltones y su gruesa nariz rojiza, hasta convertirse en una mueca melancólica, sin embargo había algo sólido, incontrovertible y límpido en esa fresca galería, quieta y cuidada, algo que lo atraía oscuramente y le hacía sentir la medida de su propia miseria.

Un perro ladró en la lejanía, y Barrios, exactamente como había sucedido con las campanadas del reloj de la iglesia, continuó oyendo el ladrido hasta mucho tiempo después que se hubo disipado. ¡Qué deleite ese crepúsculo! Sentía admiración por ese poder secreto emergido de las cosas que lo rodeaban, un poder capaz de elevarlo de golpe, y a pesar suyo, a una esfera mágica. Años hacía que no experimentaba algo semejante, quizá desde antes de haberse separado de Concepción; sí, desde mucho antes, ahora lo recordaba. Había sido en el año 51; al pronunciar las palabras "Alfredo Barrios, mi general, secretario general del gremio de los trabajadores de La Prensa", mientras le estrechaba la mano a aquel hombre sonriente, picado de viruela, que lo miraba con cierto asombro afectuoso, él había sentido un estremecimiento extraño, un temblor en la voz, y de golpe, se había sentido elevado hasta aquel mundo mágico. Once años habían pasado, pero sin ningún esfuerzo podía recordar, uno tras otro, mil detalles que había percibido en un instante de duración infinitesimal, en un relámpago de comprensión; un doblez en el saco del Presidente, las caras de sus compañeros de delegación, el travesaño de madera trabajada de una silla oscura, la luz de invierno penetrando a través del ventanal del despacho, la larga mesa, la textura del aire, todo, todo. Le resultaba inexplicable esa elevación súbita y plácida al mismo tiempo, y ante ella el resto de su vida parecía un sueño, una pesadilla. ¡Qué débiles resultaban los minutos y los años del pasado contemplados a la luz honda e inmóvil, resplandeciente, de esos momentos! La comprobación de que esos momentos eran un despertar intenso y fugaz a ese sueño constante, atravesó su pensamiento como una estrella fugaz y borrándose en seguida como pensamiento persistió en su interior como una vaga inquietud.

La voz de Concepción se oyó canturrear dentro de la casa, una voz grave. Barrios se sentó otra vez en el sillón, desconsolado. Casi en seguida Concepción apareció por la puerta de tela metálica de la cocina, trayendo un trapito blanco y una botella de bencina. Al pasar Concepción, la hoja de tela metálica golpeó en el marco con estrépito.

—Dame el saco —dijo Concepción, ocupando nuevamente el sillón de hierro curvo, pintado de blanco; se sentó sobre el almohadón estampado con flores amarillas y rojas.

¡El saco! Barrios se estremeció, recordando las manchas de sudor de la camisa, en las axilas. Esa mañana al levantarse lo había notado: dos lamparones ocres, resecos, de sudor viejo. Una ola de profunda vergüenza lo arrasó.

—No te molestes —dijo—. Está bien así.

—Dámelo, vamos —dijo Concepción, extendiendo el brazo hacia Barrios, con una expresión comprensiva y paciente.

—Es lo mismo. Estoy por jubilarlo —dijo Barrios.

Concepción no se inmutó en lo más mínimo.

—¿Será posible que no cambies nunca? —dijo sonriendo pacientemente—. ¡Qué hombre orgulloso, Dios mío! No estás obligado a nada. Me molesta verte tan sucio nada más.

—Te digo que está bien así —dijo Barrios con voz dura.

Concepción dejó en el suelo la botella de bencina, de un modo tan violento que el vidrio pareció a punto de quebrarse. En seguida se puso de pie, pálida y furiosa.

—¡No te aguanto! —gritó—. Nunca te aguanté.

Barrios también se puso de pie, costosamente; por segunda vez, sus gruesas rodillas chocaron contra el borde de la mesita de hierro, produciendo un estrépito terrible, y también por segunda vez sintió sus amplias caderas ajustadas por los travesaños del sillón. Sus gruesos labios rodeados por la sombra negra de la barba empalidecieron, temblando confundidos. Concepción le daba la espalda, vuelta hacia los canteros de césped; con el trapo de limpieza entre las manos, estrujándolo nerviosamente, parecía una actriz de segundo orden estrujando un pañuelo junto a las candilejas, de cara al público, en una escena culminante. Barrios era su partenaire afligido, en segundo plano.

—No te pongas así —murmuró con voz temblona, aproximándose. Dio dos pasos lentos y pesados oprimiendo el brazo de Concepción.

—Está bien, te doy el saco. No es por orgullo.

Concepción no le respondió, ni siquiera se dio vuelta. Continuó parada, estrujando el trapo de limpieza, media cabeza más alta que su marido. Con desaliento, casi con fatiga, Barrios contempló nuevamente el césped húmedo, brillante, la oscura manguera serpeando entre los verdes canteros, vomitando con un leve murmullo su chorro de agua fresca, los caminitos rojos de polvo de ladrillo, la gran rosa amarilla en la cima de ese rosal estacado y podado, parecido a un rosal de utilería, y el grupo de árboles en el fondo, tocado por los rayos dorados y difusos del crepúsculo primaveral. Torpemente, se quitó el saco y se lo entregó a su mujer.

—Es que estoy sucio. No quiero que toques nada de esa roña —murmuró, sintiendo que todo el rostro le temblaba. Eso equivalía al "Bien" con que sabía responder, amargamente, cada vez que Concepción le preguntaba cómo estaba.

Antes de que Concepción agarrara el saco, Barrios permaneció inmóvil, en actitud de dárselo, con el brazo extendido, en mangas de camisa, una camisa de color indefinido, amarillenta, que presentaba dos lamparones de sudor reseco debajo de las axilas. Por fin Concepción se volvió y agarró el saco, con un suave manotazo decidido. Se sentó y comenzó a limpiarlo, fregando las solapas con el trapo blanco impregnado de bencina. Trabajaba absorta, contemplando la prenda con una semisonrisa pensativa. Barrios la miraba, de pie en medio de la galería, dando la espalda al césped y a los árboles.

—Como si no te conociera —dijo Concepción—. Como si no supiera lo enemigo del agua que sos. Ay, Alfredo, no entiendo, no entiendo cómo se puede vivir así. En todos estos años no ha habido un día en que no pensara en vos, en cómo estabas, en qué hacías. A pesar de tu edad, seguís siendo un chiquilín. ¿Te cuesta mucho afeitarte, bañarte, conseguir una mujer que te lave la ropa? No, pero el señor necesita que la mujer que haga eso lo atienda como una esclava a su rey. —Plácidamente Concepción sacudía la cabeza mientras fregaba con el trapo impregnado de bencina las solapas del traje oscuro.— Si una no los viste y no les da de comer en la boca, los señores no están contentos. Un chiquilín, ni más ni menos. Te conozco bien, muy bien, Alfredo, y me he preocupado muchas veces por vos. Hubiera ido a buscarte, pero últimamente pensaba en esa vez que te escondiste en la zapatería y se me iban las ganas. ¿Por qué te escondiste, Alfredo? ¿Tanto desprecias a tu mujer como para no saludarla en la calle? No debías haberte escondido, debías haber venido hasta donde yo estaba y saludarme. Pensé que lo ibas a hacer cuando me di cuenta de que me habías visto. Cuando te vi entrar en la zapatería me dio una rabia terrible. Se veía que te estabas escondiendo de mí. —Alzó la cabeza sonriendo, mostrándole el saco.— ¿Qué es esto, se puede saber? Son durísimas. Me parece que no salen con nada estas manchas.

El éxtasis invadía otra vez a Barrios. La vista de su mujer limpiándole el saco, fregando apaciblemente sus solapas, era algo que excedía su esperanza y hasta su sensibilidad. Le parecía extraño e increíble tenerla delante suyo, en esa fresca galería de mosaicos rojos; se preguntó por qué había aceptado, seis años atrás, la separación con tranquilidad, casi con alivio, y no supo respondérselo. Sin dejar de mirar a su mujer, Barrios se sentó en el sillón frente a ella.

—Grasa, creo —dijo—. No sé bien.

 Concepción lo miró durante un momento.

—¿Cómo podes llevar esta vida? —dijo, y sin esperar respuesta inclinó la cabeza y siguió fregando las solapas del saco negro.

Las manos regordetas de Barrios se expusieron en un gesto breve.

—Mi vida es como la de cualquier otro —dijo, tratando de emitir una voz indiferente y dura. Sin embargo, ese no era su pensamiento íntimo, verdadero. Más bien pensaba lo contrario, que su vida era diferente a la de los otros, que a menudo la consideraba con extrañeza, y que el resultado de esa comparación era siempre un sentimiento de soledad y de diferencia con el resto de la gente. Pero algún móvil demasiado secreto incluso para él mismo le impedía confesarlo. Contemplando a su mujer fue asaltado de pronto por el extraño presentimiento de que estar sentado en ese momento allí, en esa galería, era un hecho extraordinario e incontrolable, que no sólo su vida sino también la de la humanidad y la del universo eran fortuitas e incontrolables. Un horror oscuro lo estremeció, sobre todo porque su vaga fugacidad lo hacía incomunicable.

—Como la de cualquier otro —repitió y volvió a sonreír.

Concepción le respondió sin alzar la vista esta vez, vigilando su trabajo con una sonrisa abstraída.

—Ojalá fuera como la de cualquier otro —dijo—. Ya por tu orgullo y por tu vanidad no te pareces a nadie. No conozco a nadie que tenga tantos humos en la cabeza. Deberías mirarte al espejo más seguido.

Las palabras de Concepción no lo ofendían. Había una aceptación de su persona implícita en esos reproches. Nadie más en el mundo se preocupaba por su conducta o por su facha. Barrios experimentó cierto placer al sentirse reprendido y su placer se hizo más intenso cuando comenzó a mentir de un modo descarado.

—Bueno —dijo—. Hay gente que no piensa como vos. La gente de La Nación, por ejemplo. Ayer recibí una carta donde me piden una serie de notas sobre el problema de la agricultura en esta zona.

Concepción alzó la cabeza de golpe, mostrando un rostro iluminado.

—¡No digas! —exclamó.

—Sí —dijo Barrios, tan orgullosamente como si se hubiese olvidado de que semejante acontecimiento era pura fábula—. Me ofrecen tres mil pesos por nota. Saben que soy el mejor periodista de la ciudad.

Concepción lo miraba con ojos agitados, con una alegría casi desesperada. Por un momento había dejado de refregar con el trapito blanco impregnado de bencina las solapas del saco negro.

—¿Les contestaste? —Hizo la pregunta con un ligero temblor en la voz.

La visible excitación de su mujer proporcionó a Barrios un placer intenso y particular, como hacía años que no experimentaba. La mañana en que se había escondido en la zapatería sus sentimientos y emociones habían sido exactamente opuestos a los de ese momento. Aquella mañana no había obrado con ninguna frialdad ni premeditación, ni había sentido ningún desprecio hacia su mujer, sino todo lo contrario: se puso a temblar enteramente al verla en la calle y corrió a esconderse en el primer negocio que le vino a mano para no enfrentarse con ella. No pudo comprender porqué lo había hecho; ahora solamente recordaba el temor, la tristeza casi frenética y la humillación que lo había arrasado en ese momento. Barrios sonrió a su mujer de un modo frío y orgulloso, mientras recordaba cómo la había visto aquella vez bajo el sol frío de la mañana, caminando con su paso lento y plácido hasta desaparecer en la primera esquina.

—No —dijo Barrios en medio de su sonrisa—. Estoy pensando bien la propuesta. Además, no tengo máquina de escribir.

—¡Ay, Alfredo! No dejes de contestarles. Depone tu orgullo. Sé responsable alguna vez en tu vida Qué importa lo que paguen ahora; basta que te hagas un nombre de nuevo, que puedas trabajar bien de una vez por todas. Esa gente tiene solvencia; si te ha escrito es por algo; capaz que te nombren corresponsal. Si te nombran corresponsal no vas a tener ningún problema. Yo te quiero, Alfredo. Estoy dispuesta a perdonarte si te veo capaz de cambiar. Tenemos esta casa; podemos vivir siempre aquí. Contéstales, Dito. Decíles que sí aceptas. Decíselo hoy mismo.

Al hablar, Concepción alzaba y bajaba constantemente la cabeza, vigilando su trabajo; limpiaba un poco la solapa del saco negro y dirigía la mirada a la cara de Barrios, hablándole en tono de súplica. Sus ojos dorados parecían excitados y húmedos. Hacía también años que su mujer no lo llamaba Dito. Era curioso. En la cama sabía llamarlo así; ella misma había inventado el sobrenombre, como si ese diminutivo, sacado de la nada de un modo iluminado y súbito, hubiese sido una respuesta de Concepción a la impresión producida en ella por la conducta sexual de su marido; como si el descubrimiento de esa intimidad hubiese requerido la creación de una nueva palabra para nombrar su realidad nueva, sus matices particulares. Barrios meditaba confusamente.

—No sé —dijo—. No sé qué hacer todavía.

Miró a su alrededor la fresca galería, los canteros de césped mojado, los caminitos de polvo de ladrillo, los árboles agrupados en el fondo del patio; no experimentó ningún placer, sino sólo la simple comprobación de que el largo día de diciembre declinaba de un modo cada vez más rápido y perceptible, penetrando en la noche. Ahora los rayos dorados se habían borrado de las copas de los árboles y sólo quedaba en el cielo una claridad tensa que producía unas sombras azuladas.

—No digas no sé —dijo Concepción—. Tenés que contestarles. Tenés que hacer ese trabajo aunque sea gratis.

—¿Gratis? —Barrios emitió otra vez su risa cascada, la risa de un hombre de noventa años. Sus ojitos grises, inquietos y asustados, redujeron todavía más la alegría casi inexistente de su rostro— Nunca trabajaría gratis, y menos para La Nación. Además, ya te digo: no tengo máquina de escribir. Necesito una portátil para viajar a la campaña.

Concepción se echó a reír, infantilmente.

—Yo tengo una —dijo.

—¿Podes prestármela?

Concepción vaciló un momento.

—Es del Ministerio de Educación. La tengo en casa por unos días.

Barrios miró los árboles del fondo. La cara de Concepción mostró una expresión ansiosa.

—Podrías trabajar aquí en casa —dijo, con aire inseguro.

—Gracias —dijo Barrios, sacudiendo su gorda mano en un ademán ofendido—. Ni para llevármela, ni para usarla aquí. Supongo que tendrás miedo de que te la venda, o me quede con ella. ¡Me tenés en un concepto tan bajo! No hay peligro. Ni siquiera pensaba aceptar ese trabajo. Me siento sin ninguna voluntad. Así que podes quedarte tranquila.

Mientras hablaba, Barrios hizo una observación aguda; no era que la mentira fuese más natural que la verdad, sino que para ser creída, la mentira empleaba siempre lo más verosímil, y eso la volvía más familiar que la verdad, la que por expresar la realidad verdadera resultaba a veces demasiado singular como para ser creída. Esta observación, produjo en Barrios, simultáneamente, alegría y desazón. Alegría por lo positivo de la observación misma, que revelaba en él un porcentaje de lucidez, y desazón porque ese porcentaje no alcanzaba a permitirle vislumbrar por qué mentía, qué fin concreto perseguía al hacerlo, y hasta qué punto la vehemencia con que expresaba su despecho no era una prueba de que su mentira no sólo implicaba una estafa a Concepción, sino también a sí mismo.

—Tranquila podes quedarte —dijo. Se puso de pie, con impaciencia y fastidio, y por tercera vez golpeó con sus rodillas la mesa sacudiendo estrepitosamente los pocillos, los platos y las cucharas, que tintinearon contra la loza. Concepción lo miraba perpleja—. Me tenés por el peor de los hombres. ¡El peor de todos! Sucio y borrachón, por dentro y por fuera. Sucio por dentro y por fuera. Para vos soy una porquería. No tengo ningún sentimiento. —Jadeó y miró furioso a su mujer—. Sí, señora. Tengo mis sentimientos. No soy una piedra del camino. No soy un cascote. Creías que me escondí en la zapatería por desprecio, que te evito en la calle porque no te soporto. —La verdad que confesaba, dicha en ese momento, se parecía más a una mentira que a una verdad. Jadeó—. Es al revés ¡Al revés! Me da asco y vergüenza de mí mismo presentarme ante vos con esta facha. Peso ciento treinta kilos (aumentó cinco al decirlo), me afeito una vez a la semana, y me baño una vez al mes. Ando sin trabajo y vivo del juego y del pechazo. ¿Con qué cara iba a saludarte en la calle? ¿Eh? ¿Con qué cara? Ya no soy el de antes, señora. La vida ha cambiado. Miedo me da encontrarla en la calle. Si me escondí en la zapatería fue porque cuando la vi me puse a temblar. Me hubiera echado a llorar en la calle si me enfrentaba con vos. (Sus ojos se llenaron de lágrimas.) Yo te he resp... (aspiró los mocos y juntó sobre el abdomen sus manos regordetas) resp... etado siempre.

Parecía como que estaba a punto de llorar. También el rostro de Concepción aparecía triste y perplejo, y sus ojos dorados se humedecieron. Tapó la botella de bencina y poniéndose de pie entregó el saco a Barrios Éste lo miró y mientras lo agarraba de un manotazo alzó el brazo y mostró las manchas de sudor reseco en las axilas.

—¡Esta es la razón por la que no quería sacármelo! —gritó, y mientras se calzaba el saco echó a Concepción una mirada desafiante.

Concepción no dijo nada. Recogió la botella de bencina y el trapo húmedo y se encaminó al interior de la casa. Sus zapatillas rojas producían un suave chasquido al rozar el piso de mosaicos y la puerta de tela metálica se cerró con estrépito detrás suyo cuando entró en la cocina. Barrios la siguió con la mirada y cuando la vio entrar su expresión se hizo dura y satisfecha. Se volvió y contempló el atardecer, las sombras azules, el césped húmedo, el parejo rosal con su flor amarilla. Unos perros ladraron a lo lejos. (Habían estado ladrando desde hacía un largo rato pero, sin darse cuenta, Barrios los escuchó recién después que se callaron.) El grupo de árboles era el manchón más oscuro y sombrío de todo el paisaje; el cielo estaba luminoso.

Al oír resonar otra vez la puerta de tela metálica se volvió comprobando que Concepción regresaba con la máquina de escribir. Era una portátil italiana, moderna, con funda de cuero. Concepción traía una cara preocupada.

—No puedo prestártela más que por tres días —dijo—. Tengo que devolverla al Ministerio.

Hizo silencio y entregó la máquina a Barrios. Barrios la miraba atentamente al rostro, pero Concepción parecía evitar su mirada.

—Ojalá cambies algún día, Alfredo —dijo— porque yo también me siento muy sola.


 

POR QUÉ CONCEPCIÓN DEJÓ A BARRIOS

 

 

 

El 55 no fue un año bueno para Barrios. En realidad no fue un año bueno para nadie, en este país por lo menos, y hasta los que volvieron a estar por fin en el candelero, después de un paréntesis de abroquelada oscuridad, cuando, si es que lo hacen, piensan de pasada en el 55, deben sentir una cosa fría en el espinazo y por dentro un estremecimiento intolerable.

Barrios fue uno de esos hombres que sufrieron la cosa en carne viva, no porque la política le interesara mucho, sino exactamente por lo contrario; porque hasta antes del 55 había ido en busca de un mito con toda la fuerza de su corazón, que era propenso a la plenitud y a la magia, y si hubiese sido un político habría sido capaz de comprender los hechos que lo destruyeron, sin haber sido destruido por ellos. Por deficiencias de información, había amado siempre la lealtad y la justicia, y sus problemas se habrían reducido si en vez de periodista hubiese sido, por nacimiento o situación, chapista, ferroviario o carpintero. El haber sido secretario general del Sindicato de Prensa desde el año 48, fue una cachetada involuntaria que Barrios les dio a sus semejantes en pleno rostro, una cachetada que sus semejantes se cobraron, lógicamente y con usura, en el 55. La verdad es que ellos se habían herido a sí mismos mediante su falta de coraje, su vanidad, y sus intereses, y es sabido que no hay cosa que envenene más el alma de un hombre que estos tres elementos. Es sabido también que si un hombre quiere, puede disimular cualquiera de esas tres particularidades, o todo tipo de miseria moral, fingiendo que alguna otra esfera de su persona ha sido agredida o menoscabada; y que si un grupo de hombres apela al mismo subterfugio para justificar una actitud, el resultado puede ser una acción colectiva cuyas consecuencias hagan dudar con fundamento de la condición humana.

Cuando el 21 de setiembre de 1955 Barrios entró en el Sindicato de Prensa, no se le ocurrió pensar que esos quince hombres que lo aguardaban con rostro severo, de pie y en semicírculo, en el patio del edificio, bajo un prístino sol de primavera, pudieran sentirse tan ofendidos; tenían caras iguales, pero no por los rasgos sino por la emoción que los transfiguraba: más que una emoción que estuviese invadiéndolos parecía una emoción de la que se estuviesen recuperando. Lo que Barrios esperaba que sucediese era poco, casi nada; pensó que iban a decirle que el Sindicato acababa de ser intervenido y que su función había terminado. No fue así, sin embargo. Ninguno de los quince hombres habló; se limitaron a mirarlo fijamente, inmóviles, en semicírculo bajo el turbio cielo azul de primavera, en tanto el tumulto de la muchedumbre que recorría las calles llegaba hasta el patio del sindicato en ráfagas siniestras y sombrías. La muchedumbre, una columna llena de ímpetu y jolgorio que agitaba banderitas de papel desde las veredas o desde las ventanillas de los automóviles que avanzaban a lo largo de la calle San Martín haciendo sonar sin cesar la bocina, recorría la ciudad como un solo hombre, asaltando todos los sitios donde pudiera encontrarse cualquier vestigio de adhesión al peronismo. También ese exceso de barbarie era el resultado de una íntima convicción de falta de coraje y demasiados melindres para iniciar una acción, porque de los innumerables integrantes de las largas y unánimes manifestaciones, muy pocos habían hecho otra cosa que no fuese haber pasado los últimos días temblando de incertidumbre y espanto, sentados junto a la radio. Gran parte de los manifestantes hicieron pagar al peronismo la deuda que tenían con su propia conciencia. Si hubiesen sido lo suficientemente honrados como para reconocer el porcentaje de miedo que todo hombre razonable debe experimentar ante un gobierno cualquiera, en vez de tratar de ocultarlo detrás de una ideología mentirosa, su respuesta humana ante el peronismo habría sido menos salvaje y destructora. Por eso los quince hombres que esperaban a Barrios en el palio del sindicato, tiesamente reunidos en semicírculo bajo el sol de la mañana, permanecieron callados, mirándolo fijamente. De todos ellos, uno solo abrió la boca, pasado un momento. Lo hizo para comentar que una hora antes, en la estación de trenes, un grupo de ferroviarios había disparado desde los altos ventanales contra la muchedumbre que trataba de forzar las puertas para echar abajo las efigies del vestíbulo. La muchedumbre se había dispersado desordenada y locamente, y en el medio de la calle, recibiendo la luz solar en la mueca del rostro semiborrado por la muerte, había quedado un hombre tendido, la sangre manando en borbotones cada vez más débiles de su cabeza. El tono con que lo contó fue meramente informativo, y lo hizo en voz alta, sin mirar a Barrios, pero dando a entender que ese hecho era cargado también a su cuenta. La verdad es que Barrios no había cometido, no ya ese crimen, sino ningún otro; incluso había encabezado una vez un movimiento para ir a hablar con el general en persona y pedir un aumento de sueldo y una colonia de vacaciones en las sierras de Córdoba, en nombre de la filial regional de su gremio, y lo había conseguido. En realidad, el único delito que Barrios había cometido, lo había cometido contra sí mismo: su elección de diez años antes, reiterada a través de mil pequeños actos vehementes, había quedado suspensa en el aire, y esa mañana de primavera alguien le devolvía su apuesta tirándole el dinero en plena cara.

Dos por tres la débil brisa de setiembre llegaba cargada con el bramido de la muchedumbre, semejante al tumulto que uno escucha al pasar en tranvía frente a un estadio de fútbol, en la tarde del domingo. Una escena similar se había repetido en casi todos los sindicatos de la ciudad, en esos días. Pero en la mayoría de ellos la cosa había sido simple e impersonal: se trataba de un capitán o un mayor del ejército, corpulento, el pelo cortado al rape y el rostro perfectamene rasurado, haciéndose cargo de la intervención con fría y férrea afabilidad. Los miembros del sindicato, múltiples y anónimos, retrocedían en conjunto y provisoriamente, cargados de hostilidad colectiva, poniendo plazo a la cabeza del capitán o del mayor, y eso no significaba en sí ningún problema. Cada uno, el capitán o el mayor, por una parte, y ese conjunto de hombres desamparados y anónimos por la otra, aparecían nítidos y reconocibles, perfectamente separados, como dos medallones de bronce sólido puestos de cara uno frente al otro. Barrios en cambio no se diferenciaba en lo esencial de ninguno de aquellos quince hombres que lo miraban, sin pestañear a pesar de la luz cálida del sol, en el patio del sindicato. Como Barrios, cuatro de ellos pesaban más de noventa kilos, siete llevaban sombrero, también como él, nueve tenían el rostro limpio, sin bigote, exactamente igual al suyo, y los quince usaban la misma clase de traje de confección, comprados en las mismas tiendas del centro, según un sistema similar de crédito. Barrios se aproximó, sabiendo que por lo menos le pedirían la renuncia. Sin embargo, uno de los hombres, no supo cuál, gritó "¡Asesino!". Barrios se detuvo, sorprendido. No tenía miedo, pero al advertir que los demás desaprobaban ese grito exaltado, tratando de conservar la serenidad para sustituir sus móviles oscuros con alguna razón objetiva que les permitiese mantener un vestigio de frialdad, Barrios pensó casi con alivio que si hubiesen elegido lo contrario, la vehemencia o la indignación, habrían sido capaces de matarlo. Así que esperó, deteniéndose, eliminando de un modo mecánico la sonrisa de buena voluntad absurda que traía en el rostro. También simulaban raciocinio y frialdad para que él se sintiera más culpable, como esos padres que simulan paciencia infinita cuando reprenden a su hijo, y suspirando, le dicen muchas veces: "No, vamos a ver, otra vez, ¿quién rompió el jarrón?" cuando en realidad ellos ya saben que ha sido el chico, y que tiene miedo de confesarlo, y que ese interrogatorio, lejos de constituir una búsqueda más profunda de la verdad, no hace más que ahondar su angustia y su miedo. El que gritó hizo silencio, un silencio que se volvió grávido en el espléndido sol de la mañana. Tampoco Barrios podía hablar, porque cualquier palabra que saliera de sus labios iba a ser sin duda tergiversada, convertida en un insulto, una provocación o una burla. Aquellos hombres no hubiesen podido pensar de otra manera, aun cuando creyeran tener una voluntad ecuánime, porque es más fácil mantener una idea vaga sobre los acontecimientos, y obrar de acuerdo con ella, como generalmente sucede, que tratar de encontrar un sentido sólido de la realidad; y dada esa oscura tendencia humana a aceptar como clara e incontrovertible la borrosa imagen que se tiene del mundo, generalmente suele llevar años hallar, no ya un sentido sólido de la realidad, sino apenas un punto de partida para buscarlo. Eso convierte la vida en una comedia de equivocaciones. Por eso hasta la espera y el silencio de Barrios se convirtieron para aquellos hombres en un insulto, una provocación y una burla. Uno de ellos, un hombre de mejillas hinchadas y flácidas, ojos saltones y una boca amarga pero de cuerpo delgado y casi juvenil, que tenía un pullover blanco bajo el traje oscuro, rompió el silencio, tuteándolo: "Tenés cara para venir al sindicato", dijo. Antes de hablar parpadeó, como si con ese parpadeo hubiese tratado, mínimamente, de señalar el fin de un hecho y el comienzo de otro. Barrios se limitó a sonreír: "Puedo venir cuando yo quiera, estoy afiliado", dijo. El otro no dijo nada; miró al resto de sus compañeros y sonrió cabeceando hacia Barrios, como queriendo decir: "Atiéndanmelo". Los otros sonrieron y rieron, y después volvieron a su gravedad colectiva, al unísono y unánimemente. "Si te vemos otra vez por aquí, te rompemos la boca", dijo por fin. Barrios suspiró: "Este es mi sindicato", dijo y cuando avanzó dos pasos hacia la secretaría, los quince hombres se abalanzaron sobre su cuerpo torpe y pesado y comenzaron a golpearlo.

También Concepción lloró cuando lo vio llegar ese mediodía, lastimado y sucio, y no porque hubiese sido golpeado salvajemente, sino porque lloraba. Lloraba y hablaba sin cesar; tenía la boca hinchada y el cuerpo dolorido, la ropa como si hubiese estado revolcándose en un chiquero. Sin embargo, el dolor físico parecía haber pasado a segundo plano, como si hubiese sido aniquilado por el otro dolor, que era una mezcla de angustia, incredulidad y desamparo. No eran mejores que él, y él no los odiaba, decía secándose con la manga sucia del saco las lágrimas que corrían por sus mejillas golpeadas, pronunciando pesadamente las palabras de su letanía quejosa y a veces exaltada, una letanía que nunca terminaba. También hasta la casa llegaba el sonido áspero y ululante de la multitud, ubicuo y clamoroso, que sorpresivamente procedía de un punto de la ciudad opuesto y lejano al punto desde el cual se había hecho oír un momento antes. En medio de la habitación oscura a pesar del mediodía luminoso, en el corazón de esa casa sin patio, Barrios hacía una leve pausa a cada rumor de la muchedumbre. Su sufrimiento y su humillación parecían quedar suspendidos por un momento, mientras él, alzando la cabeza, afinando el oído, trataba de escuchar, como si quisiera corroborarlo para darle un sentido a sus quejas y a su llanto, el coro oscuro que resonaba llegando en ráfagas violentas desde todos los puntos de la ciudad. No eran mejores que él, recomenzaba Barrios, hipando y secándose torpemente las lágrimas con el dorso de la mano, no eran mejores, y él había luchado por ellos desde el sindicato. Había dado lo mejor de sí mismo y horas de sueño y de paz y había peleado firme en las paritarias y había hablado con el Presidente de la república y había conseguido fundar una colonia de vacaciones para todos ellos, en las sierras de Córdoba. Concepción lo miraba turbiamente a través de sus ojos arrasados de lágrimas; estaban solos en esa habitación oscura. Después lo abrazó, pero Barrios no pareció comprenderlo, ni siquiera percibirlo. Lenta y trabajosamente, oyéndolo hablar, aceptando con una suave paciencia todo lo que decía, Concepción logró por fin que Barrios se acostara. Le sacó los zapatos y lo desvistió, y arrimando una silla junto a la cama, siguió escuchándolo decir cosas que encerraban cada vez menos sentido, hasta que se quedó dormido. Durante largo rato, Concepción permaneció sentada junto a su marido, llorando en silencio. Cuando Barrios despertó, ya era el anochecer, el final de un crepúsculo azul, una cámara cálida de aire contaminado. Todavía resonaban en la ciudad los gritos de la muchedumbre.

Estuvo dos días en cama, los primeros dos días de esa primavera caótica y desolada. Después le llegó la noticia de la pérdida del empleo. Aparte de su tarea en el sindicato, Barrios se había estado desempeñando como corresponsal en uno de los diarios de Buenos Aires que el gobierno había intervenido. Cuando se levantó la intervención al diario le sacaron la corresponsalía. Lo único que les quedó para vivir fue el sueldo de Concepción. Al principio, Barrios padeció una especie de locura, consistente en remover cielo y tierra tratando de cobrarse la humillación sufrida en el sindicato; incluso intentó contratar a un abogado, un hombre del partido que había sido miembro del Superior Tribunal durante el peronismo, para hacerles un juicio a los dirigentes del gremio. Pero el abogado sonrió con tristeza, lo llamó "compañero" y al despedirlo en la puerta de su despacho le explicó con un íntimo tono confesional que el fallo en un pleito de esa clase, si es que el pleito tenía lugar, iba a mandarlos a los dos a la cárcel. "Quédese tranquilo y espere", le dijo el abogado. "Esto no puede durar mucho. Cuando el general vuelva, vamos a arreglarles las cuentas a todos". Barrios no lo advirtió, pero al salir del despacho, mientras caminaba con paso lento por el centro de la ciudad, bajo el sol áspero de la tarde, ya había modificado su sueño, ya estaba sustituyendo los éxtasis que le habían proporcionado los años pasados, por el éxtasis de un sueño cuya materia estaba hecha de otro sueño, el sueño del futuro. En ese futuro él prevalecía sobre los responsables de su exilio, y se reencontraba consigo mismo, en un estadio todavía más elevado, por encima ya de aquella preeminencia que le había sido arrebatada. Debió ser el momento crucial de su vida, porque es sabido que nuestra vida se resuelve casi siempre al margen de nuestra voluntad y de nuestra razón, y que el porcentaje de voluntad y de razón que constituye su parte clara y nítida, es casi siempre la expresión tardía de una cualidad más oscura. Lo mismo sucede con aquellos actos que juzgamos irracionales porque no hemos percibido el instante en que en nuestro interior los hemos reconocido como los más adecuados y razonables.

Barrios era un hombre débil, entonces lo supo. No es necesario que saber signifique pensar con palabras precisas algo cuyo sentido podemos comprender claramente. Basta vivir de un modo cualquiera, seamos o no capaces de admitirlo, para estar sabiendo ya quienes somos. En la superficie, Barrios fue volviéndose un hombre frío y desinteresado, ejerciendo una indiferencia jovial y casi bondadosa, que Concepción no alcanzaba a comprender del todo. Cada vez volvía más tarde a su casa, y a veces lo hacía de madrugada, completamente borracho. Cuando Concepción encendía la luz del dormitorio, contemplándolo con ojos vencidos, Barrios efectuaba unas muecas entre melancólicas y alegres y comenzaba a hablar mientras se desvestía para meterse en la cama. "Sí, sí, estoy algo borracho, ya lo sé", decía tratando de simular aplomo y hasta dicha. "Espero que no te formes un mal concepto de mi persona. Bueno, sí, ya sé, el matrimonio se viene abajo. Y bueno, qué le vamos a hacer. Así es la vida. Mala suerte. Pero no estoy tan borracho. Un poquitito sí, no lo niego. Pero un poquitito nada más. No me pongas mala cara". Jadeaba, metiéndose bajo las frazadas; su respiración se hacía sibilante y pesada. "No pienso besarte, así que el olor a bebida es lo de menos. Espero que no te moleste que me gaste tu sueldo en cognac y en vino. Mala suerte. Qué le vamos a hacer. Así es la vida", decía, y emitiendo una risita seca y áspera hacía silencio y al rato estaba dormido. Durante casi un año hizo esa vida, y la noche en que entró al dormitorio apresuradamente, despertando a Concepción, y abriendo el ropero sacó quinientos pesos y le dijo alegremente que lo perdonara, que había perdido quinientos en el juego y que se llevaba ese billete para tratar de recuperar, Concepción lloró en la cama hasta el alba y esperó despierta su regreso. Cuando Barrios entró Concepción ya no lloraba: estaba lívida pero tranquila, sentada en la cama. Leía el diario. Barrios dijo: "Perdí. Mala suerte. Otra vez será", y comenzó a desvestirse. Concepción dijo: "Alfredo, yo te quiero. Creo que estás atravesando un mal momento. Siempre te voy a querer. Te he respetado, te he ayudado en lo que he podido y te he sido fiel. No me importa que no tengas trabajo. Yo puedo trabajar para los dos. Pero si volvés a hacer lo de esta noche, o algo parecido, no me ves más la cara". Barrios la escuchó con suma atención, y cuando ella dejó de hablar, la miró con un destello malévolo en los ojos grises, y respondió: "Perfecto. Lo tendré en cuenta".

Antes de dos meses, Barrios volvió otra vez al alba, borracho, y mientras se desvestía sonrió hacia Concepción y le dijo: "He pasado la noche con una puta". Y eso que se habían amado, era indudable, habían tenido el coraje de elegirse y aferrarse uno al otro a pesar de la promesa segura de muerte y de separación.


 

REFLEXIONES EN EL COLECTIVO

 

 

 

Los sucios zapatos de Barrios pisaban las veredas de tierra flanqueadas por vistosas casas de fin de semana, con techos de tejas y jardincitos ahogados de plantas florecidas: santarritas, retamas, malvones, madreselvas y coronitas de novia; las pisaban con cierta urgencia torpe y con firmeza. Pero el corazón de Barrios estaba inquieto y cuando salió de la callecita de tierra a la larga avenida de asfalto, en la que las ramas de los árboles de las veredas se tocaban en la altura, formando sobre la calle una techumbre abovedada, Barrios sentía ya un temor íntimo y leve.

En la esquina se detuvo y miró hacia el oeste: por debajo de las altas ramas, el cielo mostraba los últimos resplandores rojizos. Barrios sintió el deseo de suspirar, pero no lo hizo. Contempló el atardecer, al final de la larga calle asfaltada, mientras esperaba el colectivo. Lo contemplaba, pero no lo veía. La cálida atmósfera azul se pobló de un súbito estridor de cigarras: una cuadra más adelante, en la próxima esquina, el mozo de un bar alineaba mesitas cuadradas en el borde de la vereda, bajo los árboles. Barrios lo observó distraídamente. No podía explicarse por qué había mentido. (Bueno, tal vez eso sí podía explicárselo.) Lo que escapaba a su comprensión era por qué le había aceptado la máquina de escribir a Concepción, si en realidad no la necesitaba. Resultaba difícil que la única razón hubiese sido seguir con la mentira hasta el final, porque para eso le hubiera bastado simular que él poseía bastante dignidad como para rechazar el trabajo, y con eso hubiese arreglado la cuestión. Pero había algo, otra cosa y él la desconocía. Barrios miró a su alrededor, mientras el canto de las cigarras se hacía cada vez más intenso y más múltiple: Guadalupe era un lugar extraordinario para vivir. (Se imaginó en la casita de Concepción, regando el césped a la tardecita, en cueros.) Ah, él necesitaba cosas así, su corazón necesitaba respirar el aire libre, el perfume de las flores y de los árboles, tener una cama limpia cada noche, con las sábanas blancas y almidonadas. "Me hago siempre muchos problemas por poca cosa", pensó, encogiéndose involuntariamente de hombros, sonriendo. Dejó el estuche de cuero en el suelo, apoyado contra el tronco de un árbol. Rebuscó diligentemente en sus bolsillos y sacó unas monedas para el colectivo. En aquella atmósfera azul, las callecitas de tierra semiocultas por las ramas y por las flores, la avenida, los árboles, todo parecía respirar unánimemente, una respiración casi inaudible a la que se oponía el canto estridente, monódico y metálico de las cigarras. Barrios apoyó un hombro en el árbol, pensando que si algún conocido le preguntaba por qué andaba con esa máquina, iba a tener que seguir mintiendo. Se sentía incorregiblemente mentiroso, y siempre había pensado que la mentira no podía traerle más que complicaciones, como esa de tener que cargar con la responsabilidad de una máquina de escribir del Ministerio de Educación. Sin embargo, había que reconocerlo, pensó, la mentira sabe reportar considerables beneficios. Ahora sus gruesos dedos de uñas sucias y desparejas se acariciaban el saliente labio inferior. (Él no tenía nada contra la mentira.) A veces le era útil y a veces perjudicial, y cuando necesitaba de ella la utilizaba, pero cuando advertía que podía producirle algún inconveniente, la desechaba, y listo el pollo. Sus ojos grises destellaron con unos resplandores malévolos. Así era la cuestión.

El colectivo era una mancha gris avanzando por la larga calle asfaltada, bajo la techumbre de hojas y ramas. Barrios recogió la máquina de escribir y esperó en el borde de la vereda, echando una ojeada satisfecha a su alrededor. Sí, él andaría sucio y mal vestido, tendría ese cuerpo torpe, esa barba, pero era capaz de realizar una hazaña tan singular y precisa como distinguir entre una mentira útil y una mentira perjudicial. Él era un hombre de experiencia, en lo bueno y en lo malo, y esa era la clave de su superioridad. El rumor del colectivo que avanzaba velozmente bajo los árboles se sumó a la monotonía de las cigarras; cuando el vehículo se detuvo junto al cordón de la vereda, permaneciendo con el motor en marcha, Barrios subió jadeando. Pagó su boleto volviendo a hurgar en los bolsillos de su saco arrugado en busca de las monedas, y después fue a sentarse en el fondo del coche, junto a la ventanilla, poniendo la máquina de escribir en el piso, entre sus gordas piernas. El colectivo avanzaba hacia el ocaso, en dirección opuesta a la playa. Eran cerca de las ocho y el colectivo estaba casi vacío. El chofer tenía en el borde del espejo una imagen de la Virgen de Guadalupe, y del otro lado, en el borde opuesto, encajada también en el marco, una de Carlitos Gardel. "Falta una", pensó Barrios, con cierta nostalgia. Miró el rostro del conductor a través del espejo; era un muchacho joven, de unos veintidós años, de pelo oscuro y ondeado, cuidadosamente elevado sobre la cabeza; tenía una cara apacible, de rasgos afilados y duros. Barrios sintió una súbita simpatía por él; se sentía un hombre de experiencia, capaz de abarcar y comprender a ese muchacho. Tenía ganas de decirle que él había vivido en su carne los buenos y los malos años simbolizados por ese retrato que faltaba, y que había sido secretario general de su gremio para esa época, incluso que había conversado con el general en persona para pedirle un aumento de sueldo, en nombre del sindicato, y una colonia de vacaciones en las sierras de Córdoba. Ah, tenía ganas de decirle, actualmente no es nada; usted tenía (no, "usted" no, porque un hombre de experiencia tiene que hablarle a un muchacho de una manera más familiar), vos tenías que haber visto lo que fue el cuarenta y cinco. Yo tenía tu edad más o menos. Esa vez dejábamos la piel en la calle, que no nos importaba. Ahí se sabía quien era quien. Después, claro, sí, había que reconocerlo, después se mezcló todo y en el 55 la cosa se vino abajo, fue una catástrofe. Desde entonces las cosas no han hecho más que empeorar, día tras día. Barrios sonrió. "Así es", dijo en voz alta. Aunque nadie lo oyó, miró avergonzado y turbado a su alrededor; el conductor permanecía en la misma posición, vigilando el camino con su rostro apacible y duro.

El colectivo atravesaba los barrios quietos en la paz del anochecer. Algunas luces se habían encendido; de algún almacén esquinero un rectángulo de luz tenue se estiraba hacia la vereda donde las chicas paseaban tomadas del brazo, recién cambiadas, con vestidos de telas floreadas, charlando y riendo. Un enjambre de bicicletas, motocicletas y automóviles avanzaba en dirección contraria al colectivo, desde el centro. En la puerta de un bar, un grupo de muchachos conversaba junto a la victrola automática, iluminada por franjas de luz de colores cambiantes. Las calle—citas de tierra que atravesaban la avenida se perdían en la doble penumbra del anochecer y de los árboles cargados y oscuros. (Oh, sí, él se jactaba mucho de su experiencia, como se jactaba de ser capaz de distinguir entre una mentira buena y una mala.) Pero todavía no sabía bien si la fábula inventada para Concepción era de una clase o de la otra. En realidad no había habido nada deliberado en su invención; por orgullo, nomás, apresuradamente, sin pararse a pensar un segundo, había enhebrado todo ese rosario de mentiras y ahora tenía la máquina de escribir entre sus pies, y tenía que cuidarla, porque al Ministerio de Educación no podrá ir a hablarle de su experiencia o de su facultad para discernir entre lo bueno y lo malo; el ministro era una cosa abstracta; ni siquiera podía imaginarse su cara, y a alguien que no tiene una cara precisa, una cara de la cual es posible conocer el sentido y la razón de cada uno de sus rasgos, uno no puede ponerse a contarle historias. Historias falsas, incluso, pensó Barrios, porque le había mentido de un modo involuntario a Concepción, y ahora se sentía incapaz de determinar claramente si su mentira había sido perjudicial o benéfica. Pensó en Concepción, con alegría; era una mujer extraordinaria, y todavía lo amaba, era evidente que se mostraba capaz de hacer cualquier cosa por él. "Yo también me siento muy sola", le había dicho. "Porque yo también me siento muy sola"; y lo había acompañado hasta la puerta, plácida y tranquila, en ese crepúsculo azul, lleno de resplandores púrpura en el oeste. Cuánto tiempo hacía que no experimentaba una sensación tan intensa de paz, de higiene, de alegría sobria y delicada. Pensar que Concepción podía ser suya otra vez, después de seis años, lo estremeció de placer. (Lo llamaría "Dito" y él podría besar sus senos de niña, acariciar sus largas piernas lánguidas.) Realmente, la madurez había acentuado en muchos aspectos su belleza; recordó la lisa espalda suave que acababa en el culito prieto y redondo. Concepción era hermosa, y sobre todo buena. Porque, pensó Barrios, el mérito fundamental de Concepción no era tanto su belleza sino el desinterés con que se la había prodigado, la naturalidad con que se consideraba suya y, a pesar de su fuerza de voluntad y de tener un temperamento tan estable, tan sólido, la mansedumbre con que había sido capaz de soportar la vida que él le había dado. Se sentía sola, no cabía duda, porque ella se lo había dicho; pero no se había rebajado a decírselo de un modo triste y lastimero, sino que su tono había revelado más bien un reproche hacia él, hacia Barrios, haciéndole ver que ella también sufría por la separación, y no obstante era capaz de conservar su dignidad y hasta cierta porción de su paz. "No es nada romántica. Es fuerte y tiene los pies bien puestos sobre la tierra". Concepción había seguido con una indiferencia casi irónica todo el fervor sindical de Barrios, y no se había interesado mucho por la política. Le interesaba más la literatura, y tenía una biblioteca llena de novelas, obras de teatro y poesía. Una parte de su sueldo la destinaba mensualmente a la compra de libros, que leía y acomodaba cuidadosamente en su pequeña biblioteca de madera laqueada. Un rato antes, cuando Barrios acababa de llegar a la casa, Concepción le había mostrado su última adquisición, un librito de tapas de cartulina roja, con un círculo blanco en el borde inferior de la portada, donde en grandes letras negras se leía el título de la obra: En la zona. Era de un autor local, y Concepción le contó que el empleado de la librería se lo había recomendado diciéndole que si bien era una obra realista, tenía mucho contenido moral. El empleado le señaló a Concepción un joven que se paseaba por la librería, hojeando libros con aire aburrido: "Ése es el autor", le había dicho el empleado. "Si quiere se lo puedo hacer autografiar". Concepción se había entusiasmado muchísimo con la idea de tener un libro firmado por su propio autor. Y le contó que el empleado le había presentado al autor, un muchacho de ojos soñadores que al darle la mano le había dicho que con mucho gusto iba a firmarle el ejemplar. Parecía una buena persona, y no tenía pinta de escritor. Parecía un hombre como todos. Concepción dijo que se sintió muy emocionada al verlo firmar y le mostró a Barrios la dedicatoria, una línea y media de escritura garabateada; Barrios debió esforzarse un tiempo bastante largo para descifrar la leyenda: "A Concepción L. de Barrios, cordialmente", y con todo no logró entender la firma. Barrios hizo un gesto de contrariedad, volviendo la cara hacia la ventanilla. ¡Cómo no se le había ocurrido mirar el nombre en la tapa! En la próxima visita que iba a hacerle a Concepción para devolverle la máquina del ministerio, iba a tomar nota del autor, o le pediría el libro prestado a su mujer para leerlo. Hacía muchos años que no leía un libro. Desde el 55 hacía; cuando vivía con Concepción en el departamento, sabía leer un rato de mañana, antes de salir a la pesca de noticias para telegrafiar a Buenos Aires, y también de noche, en la cama. A veces Concepción le recomendaba una novela, y él la leía de a poco, tres o cuatro páginas por día, y al terminarla la comentaba con Concepción de sobremesa. Recordaba especialmente una que se desarrollaba en un hospital, que trataba la vida íntima de los médicos y que trataba sobre todo de dos, un padre y un hijo, que tenían distintos puntos de vista sobre la medicina; el padre era un hombre duro, interesado, que ejercía la profesión como un comercio, en tanto que el hijo tenía un punto de vista mucho más humanitario. ¿Cómo se llamaba? Almas y espíritus, se llamaba, le parecía. ¡No! ¡No! Cuerpos y Almas Cuerpos y Almas, así se llamaba, recordó Barrios, emitiendo un resoplido de satisfacción. Como la obra del autor local que le había firmado el libro a Concepción, era también una obra realista, en el sentido de que pintaba las enfermedades y las lacras sociales con mucha crudeza, pero también tenía un contenido moral y humanitario, porque el médico joven, terminaba instalándose en un barrio pobre y ejercía noblemente la profesión. El hecho de haber podido recordar tan claramente la obra produjo en Barrios un sentimiento similar al que había experimentado una hora antes cuando contemplaba el plácido jardín en la casa de Concepción, con su rosa amarilla y perfecta, sus caminitos de polvo de ladrillo, y sus simétricos canteros de césped mojados por el agua de la manguera.

A medida que se aproximaba al centro, el colectivo iba llenándose de pasajeros. Los asientos vacíos fueron ocupados y el pasillo se llenó de gente. Pero Barrios ni siquiera lo advirtió; estaba demasiado ocupado en planear su acción para los próximos días, iba a escribir una carta a La Nación para ofrecer esas notas sobre la agricultura; estaba seguro de que iban a aceptárselas. Pensó que estaba mal transar así ante esa gente, oligarcas todos, pero suspiró diciéndose que, al fin de cuentas, ellos tenían el dinero, y no quedaba más remedio. Del diario local, ni pensar; lo conocían demasiado bien como para querer tratar con él, más de un problema les había dado cuando estaba en el sindicato; y ellos tenían la memoria fuerte y obstinada, como corresponde a hombres bien alimentados. ("Bueno", pensó sonriendo, "el que me vea la facha no puede pensar que yo estoy muy mal alimentado que digamos".) Pero su obligación era ceder; esa era su responsabilidad; por otra parte, ya no estaba más en el partido, ya no le interesaba la política. Recordó al abogado que había ido a consultar cuando había querido entablarles juicio a los del sindicato, ese abogado Rivoire que le había dicho que era necesario tener paciencia y esperar la vuelta del general, y que lo había llamado "compañero". Últimamente se había hecho demócrata cristiano; lo había visto figurar como candidato en las últimas elecciones. Se había enterado leyendo un trozo de diario que había llevado al excusado para limpiarse. Si conseguía introducir esas notas agrícolas en La Nación, la cosa iba a marchar mejor en muchos sentidos; primero, económicamente, porque hacía dos años que vivía a los saltos, de lo que ganaba jugando, y de lo que pedía prestado. Rara vez llegaba a fin de mes sin tener que tirar la manga para pagar la pensión. Pero sobre todo podría volver junto a Concepción, vivir con ella otra vez hasta que fuesen separados por la muerte, como el cura había dicho. ¡Era tan breve la vida de cada hombre! Y esa perspectiva de felicidad la volvía mucho más breve todavía. "No sé bien", pensó. "Esta vez no sé bien qué es lo bueno y qué es lo malo. Pero hay algo dentro de mí que me hace desear con todas mis fuerzas una cosa y no la otra". Estaba exaltado, en éxtasis, en la plenitud de su emoción; y la espléndida imagen de paz que había forjado se quebró de golpe cuando el conductor gritó con voz tranquila: "¡Terminal de ómnibus!". Entonces se levantó alzando la máquina de escribir, y jadeando, comenzó a abrirse paso entre la multitud apretujada en el pasillo; cuando sus sucios zapatos negros pisaron el duro empedrado, el murmullo de protestas no se había acallado todavía en el interior del colectivo. Pero Barrios no oyó nada. Eran las ocho y media.


 

HERMOSURA

 

 

 

En la estación terminal de ómnibus la gente se apretujaba en los andenes charlando agrupada junto a los largos coches interurbanos que esperaban la hora de salida con el motor en marcha, mientras los gritos de los vendedores ambulantes, los canillitas y los heladeros y la música turbia y alegre de los altoparlantes, se elevaba por sobre el tumulto de las voces.

Barrios pasó de largo junto a los andenes y se dirigió al bar en busca de su amigo Hermosura. Una interminable fila de taxis se extendía junto al cordón de la vereda. Barrios buscó a Hermosura en el bar, y como no lo encontró se dirigió a la fila de taxis. El coche de Hermosura era uno de los últimos, y su dueño se hallaba sentado junto al volante, con el codo apoyado en el marco de la ventanilla, sosteniéndose la cabeza con la palma de la mano.

—Hola, Hermo —dijo Barrios, dándole unas palmaditas en el brazo.

Hermosura se tocó el sombrero gris de fieltro con los dedos y respondió al saludo de Barrios con aire aburrido.

—Hola —dijo.

Tenía una cara ovalada, una cabeza como un huevo asentado de punta sobre el grueso cuello; su nariz era grande y deforme, llena de poros negruzcos, como un pedazo de masilla mal trabajada. Sus ojos eran oscuros, pequeños y marrones Nunca sonreían.

—Vengo de visitar a mi mujer —dijo Barrios.

—Bueno —dijo Hermosura, con voz neutra. Pareció meditar un momento y en seguida agregó—: Entra por el otro lado. Si hago un viaje me acompañas.

Barrios dio unos saltitos alegres, pasando entre el coche de Hermosura y otro estacionado delante, y se metió en el automóvil, que parecía no haberse movido durante mucho tiempo, porque el Ford 37 de Hermosura se recalentaba fácilmente apenas se ponía en marcha y en ese momento no despedía ningún calor. Barrios depositó la máquina de escribir en el asiento, entre él y Hermosura. Éste la miró.

—¿Y eso? —dijo.

—Una máquina de escribir —dijo Barrios—. Es mía; yo se la había dejado a mi mujer porque no la necesitaba, pero ahora me ha salido un trabajo y se la pedí de vuelta.

Hermosura gruñó, asintiendo, pero no dijo nada. La gente iba y venía por la vereda de la estación; bajo uno de los tres únicos árboles que adornaban la vereda había un kiosko de cigarrillos: un armario con un sol de noche encima; la luz del sol de noche iluminaba la fronda intrincada del árbol y las hojas verdes emitían unos vivos reflejos.

—Un trabajito en la profesión —dijo Barrios—. Cosa de nada.

Hermosura suspiró y cambió de posición, cruzándose de brazos. Parecía escuchar con suma atención a Barrios, pero no hacía ningún comentario; Barrios estaba habituado ya a sus silencios; conocía a Hermosura desde sus épocas de periodista, pero sólo después de haberse separado de Concepción y haber dejado el trabajo, había comenzado a intimar con él. Hacía por lo tanto cinco o seis años que se veían casi todos los días, en las cercanías de la estación de ómnibus, o en el restaurante "El Tropezón". Antes de tener el taxi, Hermosura había manejado durante mucho tiempo un colectivo del servicio urbano. Tenía aproximadamente la edad de Barrios.

—Para ir tirando, no más —dijo Barrios.

Súbitamente, Hermosura le dio un golpecito a la máquina de escribir con el puño.

—¿Cuánto vale? —dijo.

—No sé —dijo Barrios, con aire de quien realiza cálculos mentales. Dieciocho o veinte mil, me parece.

Hermosura emitió un silbido de admiración.

—Lindo chiche —dijo, dándole otro golpecito.

Barrios emitió una oronda sonrisa.

—Lindo, sí; muy moderno —dijo.

—Ahí se armó la podrida —dijo Hermosura, mirando hacia la estación; una montonera de gente salía de los andenes y formaba cola frente a la parada de taxis. Seguro que acababan de llegar ómnibus de Rosario o de Buenos Aires. Hermosura puso el motor en marcha, mientras la fila de taxis estacionados junto a la vereda comenzaba a desplazarse lentamente hacia adelante.

—No —dijo Barrios—. Yo me quedo en el bar.

—Tengo servicio toda la noche —dijo Hermosura—. Pero de nueve a diez descanso. Mi socio se enfermó y tengo que hacerle el turno toda la noche.

—Te espero en el bar entonces —dijo Barrios.

Hermosura gruñó afirmativamente. Barrios descendió y pasando otra vez por delante del coche de Hermosura comenzó a caminar por la vereda en dirección al bar de la estación. Barrios experimentaba una especie de sentimiento de superioridad respecto de Hermosura que éste parecía reconocer y acatar sin mayores discusiones. Pero había cierto afecto en esa superioridad; y en el acatamiento natural y tranquilo de Hermosura parecía existir al mismo tiempo cierta indiferencia. Hermosura se dejaba conducir exteriormente por Barrios, pero no influir ni modificar. Parecía haber llegado a un punto de su vida en el que cualquier cosa le venía bien, menos perder su tranquilidad, un punto en el cual, al mismo tiempo, nada podía hacérsela perder, excepción hecha de la muerte. Pero Hermosura nunca pensaba en la muerte; más todavía; parecía no pensar jamás en nada. Sin embargo, Barrios se sentía bien a su lado, y quizá justamente por eso: porque la simple virtud de haber abolido de sí mismo todo pensamiento, puede hacer de un hombre la mejor de las compañías.

Barrios pasó junto a la cola de pasajeros en la parada de taxis y penetró en el bar de la estación, cuyas puertas se hallaban abiertas. El ambiente era más pesado y caluroso en el interior del bar. Las mesas se hallaban casi todas ocupadas por hombres y mujeres sudorosos, cansados por el viaje reciente, vestidos con ropa liviana de todos colores; a los pies de cada mesa se veían pilas de paquetes, bolsos y valijas. Por el aspecto de los parroquianos era fácil determinar si se trataba de gente del campo o de la ciudad, incluso si la gente que no era de la ciudad venía de un punto cercano, un suburbio, o de los pueblos más lejanos de la provincia. Tres muchachos vestidos con ropas humildes, la cara color tierra, contemplaban la valija abierta de un vendedor ambulante, llena de anillos de fantasía, lapiceras, cadenitas doradas, peines, espejos y billeteras. Barrios se dirigió al cajero y lo saludó riendo. El cajero manipulaba rápidamente la caja registradora, atento al ir y venir de los mozos; era un hombre joven, rubio, con un fino bigote rubio, y un saco blanco de brin que parecía limpio.

—Téngame esto —dijo Barrios, extendiéndole al cajero la máquina de escribir. El cajero la recibió rápidamente y la guardó debajo del mostrador—. Ojo, que vale plata —dijo Barrios, con la sonrisa del hombre que tiene en ese momento un humor espléndido. El cajero estaba demasiado atareado como para responderle, así que Barrios se dirigió a una mesa vacía, debajo del reloj hexagonal adosado a la pared en lo alto, y se sentó a tomar una cerveza. Se bebió el primer vaso de cerveza helada de un solo trago, y cuando el mozo le trajo el segundo, Barrios contempló con hondo placer la bebida dorada coronada en la superficie con una capa de espuma blanquísima. Su gorda cara sombreada por la barba relucía de satisfacción y sus ojitos, hundidos bajo dos protuberancias adiposas a la altura de los pómulos, brillaban excitados y alegres. ¡Qué bárbaro era estar ahí en ese bar, durante ese anochecer templado de diciembre, contemplando el ir y venir de los viajeros, después de haber pasado un largo crepúsculo en compañía de Concepción! No había en el mundo entero nada mejor que ese vaso de cerveza rubia, coronada de espuma blanca, que pasaría por el interior ardiente de su cuerpo, por las vísceras gastadas, como una brisa fría; ni el olor inquietante de su cuerpo, ni sus muelas podridas, ni sus ciento veinticinco kilos torpes y ansiosos parecían sobrevivir en ese instante; todo parecía haber desaparecido sin dejar rastro. Y casi parodiando su propia plenitud, con un ademán en exceso demorado, Barrios alzó el segundo vaso de cerveza y se lo mandó de un trago; la cerveza enfrió suavemente su garganta y su pecho. Barrios dejó el vaso vacío sobre la mesa y cruzó las manos sobre el abdomen. No tenía ganas de hablar, solamente de pensar en sí mismo y contemplar el vasto mundo que se extendía alrededor suyo, un mundo sobre el que él reinaba en ese momento. Súbitamente pensó con desaliento que Hermosura volvería, y su tranquila soledad se vería hecha pedazos. Pensó en levantarse y desaparecer, buscar otro barcito donde nadie lo conociera, y tomar cerveza hasta la madrugada, solo y feliz. Después se iría a acostar y a la mañana siguiente comenzaría su nueva vida. Pero no podía levantarse, sencillamente porque no tenía un centavo. y debía esperar el regreso de Hermosura para pagar la cuenta. En el bar de la estación no se fiaba; el cajero lo había advertido: "Para la consumición no hay amigos ni parientes. No se fía. El que toma, paga. Si mi padre se sienta ahí, en esa mesa (había dicho el cajero) y me pide un café, yo se lo cobro. Para la joda y la conversación, todos amigos, fenómeno. Yo sigo la joda fenómeno. Pero el que se sienta y pide, paga". Era su lema, el norte de su vida. "No es mal muchacho", pensó Barrios, mirándolo manipular la caja registradora y vigilar al mismo tiempo el movimiento de los mozos con fríos ojos atentos. Llamó al mozo y le pidió el tercer vaso de cerveza. (Después de todo, el pobre Hermosura no era tampoco un mal muchacho, y su compañía no era desagradable.) Capaz que cuando regresaba él decidía acompañarlo en los viajes que hiciese durante el turno de la noche, recorriendo en el automóvil la ciudad dormida y desierta, que él conocía tanto, y que había visto crecer, porque había nacido en ella y por lo tanto la había amado. Recordó las calles rectas de los suburbios, perdiéndose en la oscuridad atravesada apenas por una línea de puntos luminosos, los focos del alumbrado público y las calles arboladas, angostas y oscuras, y las avenidas anchas e iluminadas por los altos arcos de gas de mercurio que expandían una claridad blanca, casi verdosa, y las casitas de los barrios, con sus fachadas amarillas y sus verjas de hierro o madera, ante las que la gente se sentaba a tomar el fresco de la noche a esa altura del año y durante el resto del verano y a conversar con los vecinos tomando un porrón de cerveza helada mientras los chicos jugaban en la esquina, en medio de la calle, bajo el círculo de luz sucia del foco del alumbrado público. Barrios bebió un corto trago de cerveza fría y en seguida se entristeció. Había ido perdiéndolo todo, desde su nacimiento; ya no tenía infancia, ni juventud, ni mujer, ni amigos, nada. Tal vez lo conveniente era no haber nacido, teniendo en cuenta que cada una de las pequeñas cosas de la vida era fugaz y perecedera. La vida misma tenía ese carácter, era así, fugaz y perecedera. En lo profundo de sí mismo, casi sin advertir lo que significaba, Barrios pensó que si se analizaba la cuestión desde ese punto de vista, el de la brevedad de la vida, el sufrimiento tenía un sentido, el de ayudarnos con su presencia a reducir la importancia de la muerte. (Ay, eso era atroz, pensó Barrios; la muerte era atroz.) Y lo era más todavía en su caso, porque él iba a morir quién sabe de qué manera vergonzante, entre qué clase de gente. Recordó la historia de un abogado de la ciudad, un usurero, que había muerto en un prostíbulo, mientras se hacía flagelar por una prostituta. Él lo había conocido. El hecho había ocurrido veinte años atrás y Barrios recordó que aquel hombre había llevado aparentemente una existencia sobria y tranquila, característica de muchos usureros, que suelen ejercer una moral estricta para mantener su superioridad ante los hombres que por el desorden de su vida deben recurrir económicamente a ellos, ocultando así su propia irregularidad, consistente en prestar dinero a un interés demasiado elevado. Sin embargo, en la muerte, aquel hombre frío había sido atrapado en lo íntimo de sí, y su horrenda inclinación había sido puesta al desnudo. Parecía no interesar la vida que cada uno llevaba, sino por qué clase de muerte era sorprendido. (Ay, por Dios, él no quería morir así.) Barrios se estremeció; él quería despedirse en paz de la vida, en compañía de Concepción, él no quería morir en la calle, o en un prostíbulo, sucio y borracho, o en una mesa de juego. Capaz que la muerte lo sorprendía en el cuarto de la pensión, y nadie se daba cuenta hasta dos o tres días después, y por el olor, no por otra cosa. Esto le resultó ya intolerable, y hubiera gritado en el interior del bar, en medio de la gente, si no hubiese visto a Hermosura penetrar en el local, buscándolo con la mirada desde la puerta. Él alzó la mano y gritó, llamándolo. Hermosura se acercó a la mesa.

—Hice dos viajes —dijo. Separó una silla y se sentó, sacándose el sombrero y dejándolo sobre la mesa. Su calva cabeza relucía húmeda; tenía unas franjas de pelo detrás de las orejas y un matorral en la nuca, veteados de gris. Su sombrero olía mal, y los bordes del ala gris se hallaban gastados.

—Estaba esperándote —dijo Barrios—. ¿No querés una cerveza?

—Sí —dijo Hermosura—. Pensaba tomar una.

—Yo te la pido —dijo Barrios.

Llamó al mozo y le pidió dos cervezas, mientras Hermosura miraba fijamente el suelo. Cuando el mozo se retiró, Barrios se mandó de un trago el resto de cerveza que quedaba en su vaso.

—Ahora tengo una hora libre hasta las diez —dijo Hermosura—. Pero después tengo un viaje especial al campo.

—¡Ah, te acompaño! —dijo Barrios, con gran entusiasmo, sacudiendo en el aire su mano regordeta.

—Como quieras —dijo Hermosura.

Volvió a quedar en silencio. Barrios lo miró.

—Podríamos comer un asadito por ahí, hasta las diez —dijo.

—Podríamos —dijo Hermosura.

Barrios meditó un momento, con una sonrisa, y después habló.

—Estoy por irme a vivir otra vez con mi mujer —dijo—. Ella me lo pidió varias veces, y ahora estoy por irme. Imagináte: tiene una casita flamante en Guadalupe, y quiere que vivamos los dos juntos. ¿Qué te parece?

Hermosura gruñó, en el momento en que el mozo depositaba los dos vasos de cerveza dorada sobre la mesa. Barrios volvió a sacudir su mano ante el rostro apático de Hermosura.

—¿Y? ¿Qué te parece? —dijo.

Hermosura se encogió de hombros, permaneciendo un momento con los hombros elevados, y dejándolos caer después en seguida. Mientras tanto frunció los labios expresando de ese modo que carecía de punto de vista, pero como Barrios continuaba clavando una mirada inquisitiva en su rostro, Hermosura murmuró algo así como "Me parece bien", y después desvió la cara y se mandó un trago de cerveza.

—Claro que sí, que está bien —dijo Barrios riendo satisfecho—. Voy a invitarte a mi casa cuando viva en Guadalupe. Ya vas a ver. Es un palacete. Tiene jardín al fondo y un montón de frutales. Ya era hora de que cambiara de vida, ¿no te parece? —No hacía la pregunta esperando ninguna respuesta, sino que parecía estar haciéndosela a sí mismo—. ¿Qué voy a andar haciendo de pensión en pensión? más vale vuelvo con mi mujer, que es tan buena, la pobre. Una de estas tardes podemos ir con el coche y ver la casa.

—Esta noche tengo que ir justamente a buscar un cliente a Guadalupe. Es el del viaje especial. Tengo que llevarlo al campo. Podemos echarle un vistazo a la casa de tu mujer, si querés —dijo Hermosura.

—¡Eso! ¡Eso! —gritó Barrios, con gran satisfacción, señalando a Hermosura con un índice regordete y mocho—. ¡Perfecto! ¡Macanudo! ¿Vamos ya? ¿No vamos a comer el asadito? ¿Eh? Tiene que ser invitación tuya, eh, porque yo no tengo un peso. No tengo un peso. Nada. Ni un peso. Ni para la cerveza tengo.

Hermosura carraspeó y llamó tranquilamente al mozo.

—¿Cuánto es? —preguntó.

Pagó toda la consumición y salieron. Pasaron junto a la cola de pasajeros que aguardaba frente a la parada de taxis y cruzaron la calle en dirección al correo central. Doblaron la esquina por detrás del correo y se internaron en un parquecito que servía de playa de estacionamiento. El coche permanecía semioculto por la sombra de los árboles. Hermosura explicó que había dejado el coche en ese sitio por estar fuera de horario. Barrios no le respondió; de golpe lanzó una exclamación y se golpeó la frente con la mano.

—¡Me olvidé la máquina en el bar! —dijo—. La tiene el cajero. Tenemos que volver ahora.

—Bueno —dijo Hermosura, a quien al parecer todo le daba igual—. Pasamos en el coche. —Meditó un momento y después agregó:— Qué vida te vas a dar con tu mujer, eh. Una vida de bacán.

Barrios sonrió satisfecho y miró a Hermosura, pero éste no lo miraba. El taximetrista puso en marcha el motor y el vehículo comenzó a desplazarse lentamente por el parquecito, hacia la calle. Frente a la playa de estacionamiento, más allá de la calle, había otro parque, con un largo estanque rectangular sobre el que caía la sombra de unos árboles altísimos. Hermosura debió dar paso a una larga fila de autos y colectivos antes de bajar con el coche a la calle y acelerar hacia la estación de ómnibus. Barrios miraba el movimiento de la ciudad a través del parabrisas y sonreía con un tranquilo placer.

—¡Vos sí que no tenés problemas, Hermosura! —dijo Barrios, después que recogieron la máquina de escribir del bar de la estación, y mientras se dirigían hacia un restaurante.

Hermosura no dijo nada. Ni siquiera sonrió. Muy pocas veces sonreía, por otra parte, y no porque tuviese preocupaciones o tristezas sino casi por falta de hábito. Veinte años atrás Hermosura había vivido un acontecimiento singular en su existencia, en la época en que era conductor de un ómnibus del servicio urbano. Cumplía el servicio nocturno. Una noche subió al ómnibus una mujer flaca y fea, de unos treinta años, vestida de negro, que llevaba una criatura de meses o de días en los brazos. Se ubicó en el primer asiento y Hermosura sólo reparó en ella cuando comprobó que ya había hecho una vuelta entera del recorrido, y que la mujer seguía sentada ahí, en el primer asiento del colectivo, sin mirar a ninguna parte, con la nena en brazos. El colectivo se había vaciado por completo, y sólo de cuando en cuando subían algunos pasajeros, empleados de algún trabajo nocturno o simples calaveras. Era una noche de mucho frío. Apenas si la ciudad se divisaba borrosamente a través de los vidrios de las ventanillas, empañados por el vaho frío de la helada. Hermosura contempló muchas veces a la mujer a través del espejo: tenía puesto un abrigo negro todo raído, y unas medias negras de algodón; llevaba el pelo malamente recogido en la nuca, un pelo sucio y descolorido. La nena tenía unas ropitas blancas y frágiles, pero la mujer la había envuelto en un chal negro de lana. La cara de la mujer reflejaba una especie de rabia latente, una acritud que acentuaba todavía más su fealdad. Parecía completamente sola en el mundo, tanto, que ya ni siquiera se le ocurría tratar de despertar compasión. Tal vez nunca la había pedido, y padecía una rabia íntima y original, innata, o tal vez la había adquirido de tanto pedir piedad y no recibirla. Cuando terminó la última vuelta del recorrido ella seguía firme en su lugar, y entonces Hermosura se puso de pie suspirando y se aproximó a ella. "Perdone, señora", dijo. "¿Busca alguna dirección?". "No", dijo la mujer. "No busco ninguna dirección". "El recorrido terminó. Tengo que guardar el coche. Pero si quiere puedo llevarla antes a alguna parte". "No tengo ninguna parte adonde ir", dijo la mujer. Su voz era seca y agria, como su cara y las secas manos que sostenían la criatura envuelta en el chal negro. "¿Es de afuera?", preguntó Hermosura. La mujer no le respondió. Miró la borrosa ciudad a través del vidrio de la ventanilla y su mirada se distendió ligeramente. "¿Dónde estamos?", dijo. "Bueno", dijo Hermosura. "Es un barrio muy alejado: la parada de la línea cinco, en el barrio San Martín". Por la expresión de la mujer, Hermosura comprendió que no tenía la menor idea de donde quedaba eso. El colectivo iluminado y cerrado era una isla cálida en medio de la dura noche fría, bañada de luz lunar. La mujer meditó un momento. Se notaba su vacilación, su resistencia profunda a pedir algo, como si el hecho de no tener más remedio que hacerlo acentuara su acritud y su odio. "¿No podría quedarme a dormir aquí?", dijo por fin. Y en seguida agregó duramente: "No es por mí, es por la nena". También Hermosura vaciló en ese momento, no tanto por temor a ofenderla, porque comprendió que esa mujer no tenía orgullo sino más bien furor, como por temor de que ella rechazara cualquier ofrecimiento, aunque también pensó que si le había pedido permiso para dormir en el colectivo lo más probable era que aceptara cualquier cosa sin ningún agradecimiento, remarcando incluso, a pesar de aceptarlo, su rabia y su desprecio por el favor recibido. Y así fue, exactamente así fue, en efecto. "Si usted no lo toma a mal, señora, puede venir a mi casa. Yo vivo solo, pero tengo una pieza vacía y dos camas turcas. A la mañana puede seguir su camino. Me da no sé qué por la nena" —dijo Hermosura. "No soy señora", dijo la mujer. "Señorita". "Bueno, Señorita", corrigió Hermosura. "Véngase a mi casa, si no lo toma a mal. Aunque no se acueste, por lo menos la nena no va a tomar frío". "Es cosa mía, si me acuesto o no, y con quién me acuesto", dijo la mujer, pero aceptó y poniéndose de pie siguió a Hermosura hasta su casa, llevando en los brazos a la nena, envuelta en el chal negro. Iba a salir de esa casa siete años más tarde, dejando la nena.

Sí; cosa de siete años más tarde, efectivamente. Una semana después que la mujer llegó a la casa, Hermosura cambió las dos camas turcas por una vieja cama de bronce de dos plazas, y una cuna de madera para la nena que fue ubicada junto a la cama. Por dos o tres años durmieron los tres en la misma pieza y cuando la nena comenzó a caminar la instalaron en la habitación de al lado. Durante esos siete años Hermosura trabajó para la mujer y la nena con la misma naturalidad con que había estado haciéndolo para sí mismo; al poco tiempo de vivir los tres juntos consiguió un empleo como taximetrista desde las nueve de la noche hasta las siete de la mañana, y continuó manejando el ómnibus municipal desde el mediodía hasta las siete de la tarde. La mujer, entretanto, no había cambiado mucho, y seguía tan fea y tan agria como siempre. De su pasado le contó muy pocas cosas. Era del campo y había vivido sola con su padre en una chacra miserable hasta que el malabarista de un circo que pasaba por el pueblo la tendió boca arriba en un maizal una noche y la dejó embarazada. El viejo la echó de la casa, llamándola puta, y ella se vino para la ciudad. Acababa de llegar la noche que Hermosura la encontró en el colectivo.

La mujer era eficiente en el trabajo de la casa, como todas las campesinas; sabía cocinar, lavaba la ropa, y limpiaba todas las mañanas; solamente en su persona era descuidada, y en la atención de la nena. No es que la golpeara o la maltratara de cualquier otra manera, sino que parecía mantener hacia ella una actitud de furiosa indiferencia, tan extrema y habitual que Hermosura sabía preguntarse si no hubiese sido más humano castigar a la criatura hasta hacerla sangrar. La chica creció taciturna y callada y cuando la madre la abandonó junto con su padre adoptivo era una criatura rubia y delgada, de grandes ojos azules y aire enfermizo, que todavía no había comenzado ni siquiera a ir a la escuela.

La casa de Hermosura estaba ubicada en un barrio alejado del centro pero cercano a una de las largas avenidas que atraviesan la ciudad. En el mismo barrio, y en una casa similar a la suya, aunque más grande, vivía un muchacho al que le decían el Lucho. Tendría en esa época unos veintidós o veintitrés años. Su padre era ferroviario, y él también había trabajado un par de años en las oficinas del ferrocarril, pero no se sabía quien lo había convencido de que tenía un no sé qué, algo de artista, algo particular, así que por amor a sí mismo, el Lucho fue perdiéndole afición al trabajo, y comenzó a faltar a la oficina de un modo cada vez más frecuente, hasta que dejó de ir por completo. En realidad era buen mozo, aunque muy bajo de estatura; tenía el pelo rubio cuidadosamente ondeado y peinado con brillantina y unas facciones tensas y regulares. No era esencialmente malo, no hacía nada peligroso ni atroz. Cuando dejó de ir al trabajo comenzó a levantarse cada vez más tarde y a reducir su vida de un modo tal que casi no salía de su casa, salvo para ir a la esquina de la avenida, pararse junto a la vidriera del almacén y decirle de vez en cuando cosas a las mujeres. Pero no groserías, que pudieran evidenciar alguna motivación francamente erótica de su conducta, sino cosas galantes, floridas, y a veces irónicas. Permanecía serio y tieso, mostrando su perfil coronado por el casquete ondeado del pelo endurecido por la brillantina, algo imbecilizado por el amor a sí mismo y la idea de su distinción. De tardecita se lo veía salir de su casa, atravesar las veredas irregulares semiocultas por la fronda de los paraísos y encaminarse hacia la avenida con paso lento y estudiado, con una expresión adquirida de tanto observar al detalle las caras de Intervalo y Misterix, y los duros primeros planos de Hollywood. En realidad, algo parecía haber estallado en el corazón del Lucho alrededor de los 20 años, un movimiento de su alma, peristáltico y final, latente de un modo oscuro durante muchos años, que se manifestaba en ese casi despiadado amor a sí mismo que cerraba su vida y la hacía pobre e irrespirable. Hermosura lo conocía desde que era casi un niño, y le llevaba algunos años. Lo sabía ver de vez en cuando en la esquina del almacén cuando iba para el trabajo. Por eso más que odio o furor experimentó asombro la noche que se le rompió el eje del coche y cuando regresó a su casa a las dos de la madrugada encontró al Lucho en su propia cama, la vieja cama de bronce que había cambiado unos años antes por dos camas turcas, abrazado a su mujer.

Asombro y alivio. Asombro porque los vio juntos, abrazados, porque su propia mujer le gritó en la cara que venían haciéndolo desde tres o cuatro años atrás dos o tres veces por semana, antes de que Hermosura hubiese tenido tiempo de abrir siquiera la boca. Y alivio porque si bien pensó que a él debía darle una paliza y a la mujer echarla de la casa, aunque no sentía ni la necesidad ni la convicción suficientes para hacerlo, al mismo tiempo sintió que también esa mujer era un ser humano, que había algo sobre la tierra capaz de arrojarla fuera de su furor y su desprecio y convertirla en alguien como todos los demás. Eso pensaba mientras echaba a golpes al Lucho de su casa, y esa era la razón por la que lo golpeaba con tranquilidad, casi con buen humor. El Lucho ni siquiera se defendió; se dejó golpear calladamente, y cuando estuvo en la calle se acomodó la onda rubia endurecida por la brillantina, y se fue a dormir. Hermosura se enteró después de que la mujer lo buscó al día siguiente, cuando hizo su valija y se fue de la casa. Se lo llevó con ella y se puso a ejercer la prostitución para mantenerlo. Al tiempo se mudaron de la ciudad, y Hermosura los perdió de vista.

La nena quedó con él, porque su madre la amenazaba cada vez que el Lucho iba a visitarla, diciéndole que si llegaba a decirle alguna vez una sola palabra a su padre adoptivo la mataría. La nena le contó muchos detalles a Hermosura después que su madre se fue de la casa, como por ejemplo que la mujer le hacía regalos al Lucho, y que a veces el Lucho entraba por la ventana en vez de hacerlo por la puerta. A veces comían en la cocina, y ella los oía hablar desde la cama. Hermosura sentía cariño por la criatura, que se comportaba de un modo silencioso y tranquilo. Sin embargo, a medida que crecía comenzó a cambiar; se volvió más charlatana, y el pelo rubio, que antes había sido suave y sedoso, se le volvió grasiento y pajizo; uno de los ojos azules se le desvió ligeramente y hablaba y gritaba cada vez más con una voz desagradable y chillona. A los doce o trece años se convirtió en una de esas chicas que andan por la calle saludando con la cabeza a los hombres que pasan en coche, y que las barras de muchachos se llevan a un departamento, o a un baldío, o a una casa en construcción, se divierten con ella después de haberla usado cada uno a su turno, y finalmente le sacan fotografías o la emborrachan largándola desnuda a la calle. Una mañana en que Hermosura volvió a su casa del trabajo, no la encontró: había levantado vuelo. Sólo supo de ella dos años más tarde: la habían sorprendido trabajando en un prostíbulo, y no sólo era menor de edad y padecía una enfermedad venérea, sino que también estaba un poco loca. Los ojos se le habían desviado todavía más, y cuando la llevaron a presencia del juez de menores, trató de seducirlo en el interior del despacho, así que el juez la mandó derecho a lo del psiquiatra. Éste ordenó su internación en el pabellón de mujeres perteneciente al manicomio de la ciudad. La única vez que Hermosura fue a visitarla la nena trató de desnudarse y se abalanzó sobre sus órganos genitales.


 

EN VIAJE HACIA UNA CASA DE CAMPO

 

 

 

La blanca fachada de la casa de Concepción relumbraba como un fragmento más de claridad lunar, toda circundada por la fronda oscura de los árboles. El rectángulo de la ventana, una zona de luz cálida, contrastaba con su atmósfera amarillenta, plena y plácida, como un escenario vivo que el medio cuerpo borroso de Concepción, oscurecido por el contraste, atravesaba una y otra vez con sus movimientos distraídos y lentos. Desde el automóvil detenido en la calle de tierra bajo la fronda oscura, Barrios y Hermosura la contemplaban desde hacía por lo menos diez minutos. El cuadro que la ventana abierta exponía ante sus ojos poseía una carga de magia tan intensa que la atracción que ejercía sobre Barrios era casi dolorosa. No había hecho más que suspirar y emitir exclamaciones sin significado desde que llegaron. Hermosura aguardaba mansamente, la mano sobre el volante, que Barrios saliera del éxtasis de su contemplación; a cáela silencio de Barrios le echaba una rápida mirada de reojo, para saber si ese silencio era el definitivo, pero por la expresión condolida de Barrios comprendía que faltaba todavía un poco más, y entonces volvía otra vez la cabeza curiosamente hacia la ventana. Si en ese momento la figura borrosa de Concepción atravesaba el marco rectangular, Hermosura se mostraba ligeramente interesado. Barrios jadeaba y suspiraba. Ni una sola brisa soplaba en esa clara noche de diciembre. "Ahí está, ahí está", decía Barrios cabeceando con vehemencia hacia la casa cada vez que su mujer hacía su aparición en la ventana, dándole suaves golpes en el brazo a su compañero. "Fíjate como se apoya en la ventana. ¿Nos habrá visto? No; seguro que no nos vio. Nos llamaría si nos viera. ¡No sabes las ganas que tengo de estar ahí adentro en este momento! ¡Y pensar que yo la abandoné! ¡Me rogaba que no la dejara! Al fondo hay un jardín, lleno de rosales, vos vieras. Ahí mira para este lado. Uy, que no nos vea. No. No quiero que nos vea. Capaz que nos llama si nos ve. ¿Cuántos años le das? Parece una piba, ¿no es cierto? El que no la conoce le da veinticinco años. Tiene un libro, fijáte. Le gusta mucho la lectura; siempre me leía en la cama, ¿vos sabes? Tiene una biblioteca grandísima, un capital en libros. ¿Qué te parece si me mudo a esta casa? ¿Qué te parece? ¿Eh, Hermo? ¿Qué me decís?". Hermosura emitió un corto y casi inaudible gruñido de aprobación. Después dijo:

—Son las diez y veinte. Quedé en pasar a buscar al hombre a las diez.

Barrios le echó una mirada resignada, resoplando. Con las primeras vibraciones del arranque un calor maloliente comenzó a ascender al interior del coche, desde el motor. Apenas el coche comenzó a marchar pesadamente en primera, Barrios asomó la cabeza por la ventanilla y siguió contemplando la casa de su mujer, la ventana iluminada por una luz cálida emergiendo tranquilizadora entre los paraísos negros de la vereda, la fachada blanca, hecha como de materia lunar, y la figura de Concepción desplazándose imprecisa, con un libro en la mano, frente al marco oblongo de la ventana. Al desplazarse el vehículo un aire fresco y agradable envolvía la cabeza de Barrios, produciéndole una sensación de leve felicidad; y cuando el coche dobló, dando bandazos de borracho sobre la callecita de tierra arenosa, levantando una nube de polvo blanco que envolvía la luz eléctrica de la esquina, Barrios dejó de mirar por la ventanilla hacia atrás y se recostó contra el asiento delantero del coche, sin poder apartar de su corazón aquella limpia imagen que acababa de contemplar, loco de entusiasmo, durante más de un cuarto de hora. Junto al volante, a su lado, Hermosura vigilaba atentamente el camino. Las siluetas de los dos hombres inmóviles se destacaban en la oscuridad tenue del coche, más intensa que la del exterior, a pesar de que la luz del tablero tocaba sus rostros llenándolos de reflejos y sombras. Hermosura alzó la mano para tocarse distraídamente el sombrero de fieltro gris y Barrios lo miró con cierta conmiseración, pensando que la vida de su compañero carecía de posibilidades, de futuro, como la de un muerto. En cambio la suya, ahora que había vuelto a encontrarse con Concepción, que la había reencontrado en esa isla de paz que era la casita que acababan de contemplar, había sufrido un cambio, aunque no hubiese sido más que un cambio de posibilidades. El tiempo no estaba constituido por esos días monótonos e iguales que lo llevaban a uno insensiblemente a la tumba, que corroían de un modo secreto la materia de nuestra vida, sino por esos cambios profundos, esos momentos de plenitud en los que todo el pasado indistinto y gris y el incierto futuro, parecían cambiar de sentido. Hasta ese día la vida le había parecido larga y penosa, una cadena que se arrastra, cuyo peso nos debilita hasta consumirnos; pero a la luz de esa posibilidad de reencuentro, el futuro, el tiempo, se convertían en un aire fugaz, liviano y vivo, imposible de aprehender y de retener. (En seguida podía comprobarse que era la esperanza de felicidad la que hacía que la vida se volviera trágica, no la experiencia del sufrimiento, porque el sufrimiento nos induce a pensar que ninguna de las cosas que constituyen la vida merece nuestra adhesión y nuestro afecto.) Todo eso constituía vagamente, el pensamiento de Barrios. Había vidas en las que no existía ni la esperanza de felicidad ni la experiencia del sufrimiento. No eran vidas, suspiró Barrios, mirando a Hermosura de reojo. Su propia vida había sido así durante mucho tiempo. Necesitó estar solo, separarse de Concepción, como es necesaria la muerte previamente para gozar después la apoteosis de la resurrección, para comprender que había tenido algún valor positivo su relación con ella. Y ahora que existía la posibilidad de reencuentro, su miseria y su soledad se le presentaban de un modo nítido e intolerable. Pensó con desaliento que no podría vivir más de esa manera, que debía hacer un esfuerzo para cambiar, para hacer de su vida algo digno y verdadero. Pero, ¿qué era lo digno, y qué lo verdadero? No sabía. , Diez años atrás hubiera podido responder rápida y claramente a esa pregunta: ahora no sabía. Lo digno le sonaba como algo vacío, absurdo y temible que otros esgrimían equívocamente contra él, y lo verdadero, lo real, como una cosa turbia e incierta. Diez años atrás, al pan podía llamárselo pan, y al vino vino. Pero ahora todo aparecía confuso y mezclado, y él en el medio, vencido y solitario, sintiendo en su interior cómo la marea de la perplejidad y del miedo subía más y más hasta anegarlo todo. Hermosura frenó frente a una casa oscura, sacándolo de sus vagos pensamientos.

—Ya vengo —dijo Hermosura, bajando y dejando el motor en marcha y la puerta abierta.

Barrios contempló la casa, en la que no parecía haber una sola luz encendida; era un edificio grande de dos plantas, de tipo europeo, con un jardín arbolado al frente. El efecto que producía la luz lunar sobre sus paredes grises era turbio y desalentador. Barrios oyó desde el coche los golpes que daba Hermosura con el llamador, tres golpes rápidos que retumbaron en la noche silenciosa. Por un momento no se oyó ningún otro sonido. Barrios percibió, intermitentemente, un olor agudo, insoportable, a aguas servidas. Hermosura volvió a golpear, cuatro veces seguidas esta vez, y casi de inmediato se encendió una luz en la casa, cuya claridad se hizo visible a través del rectángulo de la banderola en la cima de la alta puerta de calle. Hermosura retrocedió dos pasos respetuosamente al advertirlo.

Al fin la alta puerta de calle se abrió, arrojando sobre el patio arbolado un chorro de luz recta, y en seguida la larga sombra de un hombre pequeño y delgado, con una cabeza arratonada. Después de apagar la luz de la casa el hombre cerró la puerta y vino hacia el coche en compañía de Hermosura. Desde el interior del automóvil, al que ascendía desde el motor un relente cálido, Barrios alcanzaba a percibir las voces confusas de su amigo y el pasajero. Reconocía perfectamente la voz de Hermosura, y por lo tanto la del pasajero, que era aguda y agria, y un poco sarcástica. Cuando estaban aproximándose al coche Hermosura se adelantó e inclinándose sobre el tablero encendió la luz interior. Se volvió al hombre flaco.

—Acomódese, doctor. Póngase cómodo —dijo.

El doctor se inclinó para entrar en el asiento trasero, y mientras lo hacía murmuró "Buenas noches" con un tono desconfiado. Tenía la cara muy chiquita, como la de un adolescente, pero arrugada y rojiza. El pelo, peinado a la cachetada, era totalmente gris; y al responderle, mirándolo al rostro, Barrios observó que tenía una boca de labios delgados y pálidos, lisos, sin una estría, y que sus ojitos oscuros resbalaban sobre los objetos con una mirada inquieta y cretina. Vestía un saco sport color azul y una remera liviana de color blanco debajo.

—Buenas noches —dijo Barrios.

Hermosura apagó la luz interior, así que Barrios se volvió y dejó de mirar al hombre sentado en el asiento trasero. Este suspiró, acomodándose al parecer con cansancio sobre el asiento. Hermosura hizo jugar el cambio de marcha, encendió los faros y avanzó en primera por la callecita de tierra, mientras las sombras de los árboles, agigantadas por la luz de los faros, se desplazaban lentamente a los costados de la calle. En seguida tomaron una calle asfaltada y doblaron por la ancha costanera, percibiendo el olor del río. La costanera aparecía iluminada por unos altos arcos de luz de mercurio, que producían una intensa claridad verdosa. Frente a ellos, veinte cuadras más adelante, los semáforos del puente colgante, unas luces rojas, se encendían y se apagaban en la oscuridad difusa. Por un momento nadie habló en el interior del coche hasta que por fin, proveniente del asiento trasero, la voz del hombre resonó, chillona y pueril, interrumpida por un constante carraspeo, de la misma manera que la oscuridad en que lo sumía el rincón del asiento en el que se había ubicado, era interrumpida por el reflejo de la luz exterior de los arcos de gas de mercurio, que penetraba en el coche con rápidas intermitencias iluminando el rostro de sus ocupantes.

—Estaba acostando a mi madre cuando llegaron ustedes —dijo—. Si yo no la acuesto, no se duerme. Tiene ochebta y un años y es fuerte como un roble, la vieja. Pero si no la acuesto yo, no se duerme.

—¿No?—dijo Barrios. íntimamente, ese hombrecito le desagradaba.

El otro no respondió a pesar de que Barrios había hecho la pregunta en un tono interesado y cordial. Parecía tratar de ignorarlo, en virtud de ese sentimiento de desconfianza que había demostrado de un modo fugaz al entrar en el coche, pero su recelo parecía carecer de orden y de contención, porque después de un momento hizo oír otra vez su voz chillona, dirigida a nadie en particular.

—Lástima que el último hijo que le queda le haya salido tan calavera —dijo—. La verdad es que a mí me gustan todas.

Barrios emitió una risita connivente porque si bien el hombre le desagradaba, como si sospechara en él algo detestable y equívoco, su desenfado, su vestimenta cara y juvenil, y esa gran casa rodeada de árboles donde vivía, le imponían cierto respeto. Incluso esa demostración de desconfianza era motivo de respeto, porque si bien revelaba una intimidad que deseaba conservar, esa intimidad parecía vinculada a su posición y a su independencia. La risa de Barrios indujo al hombre a guardar silencio.

Después dijo a Hermosura.

—¿Estaremos allá para las once?

—Sí, doctor, quédese tranquilo —dijo Hermosura—. Son las diez y media. Si es donde usted me dijo, en veinte minutos estamos allá.

—Perfecto —dijo el hombre, con su voz chillona.

En seguida, la falta de contención venció su cautela.

—Pero mire, mujeres como ella conozco pocas —dijo—. Mi padre murió en el año diez, y ella sacó adelante la familia. Administró las propiedades que le dejó mi padre, y cuando joven ella misma recorría a caballo el campo que tenía en el norte, y les daba órdenes a los peones, y encima tenía siete hijos y a todos les dio educación. En el año cuarenta y ocho se enfermó del corazón, pero a no ser por eso, sigue fuerte como un roble. Yo nunca me casé; vivo con ella. Lástima que haya salido tan vago.

Rió con placer, como para sí mismo.

—¡Las que habré hecho en mi vida! —dijo.

Hermosura emitió una risa súbita, excesiva. Esa demostración repentina animó al doctor, que saliendo de su rincón de sombra apoyó los brazos sobre el respaldo del asiento delantero y se aproximó a Hermosura.

—Así es. Yo de joven era terrible. Terrible —Se interrumpió para reír—. Y ahora no he cambiado mucho que digamos. Desde que la vieja se enfermó me he tranquilizado un poco, imagínese. Pero siempre, qué quiere que le diga: siempre. La vieja estuvo ocho años muy enferma, y para esa época me sosegué un poco. Pero después, desde el cincuenta y seis más o menos, empezó a mejorar. Basta con que yo la acueste para que ella se duerma tranquila.

El coche entró en la costanera vieja, más oscura que el tramo anterior. La luna iluminaba la superficie tranquila del río.

—Imagínese —dijo el hombre, de un modo pensativo.

Volvió a sumirse en el rincón más oscuro del asiento y pareció permanecer pensativo un largo rato. Después encendió un cigarrillo con un encendedor que resonó metálicamente, nítidamente, cuando lo hizo funcionar. En seguida volvió a echarse hacia adelante, apoyando los brazos en el borde del respaldo del asiento delantero.

—La verdad es que tengo todos los vicios. Me gustan todas.

Permaneció en su actitud pensativa; parecía estar reflexionando sobre su pasado. Barrios permanecía silencioso, aguardando que aquel hombre venciera su desconfianza y le permitiera participar en la conversación. Extrañamente, estaba seguro de que eso sucedería, como si su desconfianza hubiese sido una prueba ritual a la que el hombre hubiese estado sometiéndolo, antes de entregarle totalmente su intimidad. Barrios guardó silencio, un silencio expectante y lúcido.

—Hoy mismo, nomás, mire —dijo el hombre. Ni pensaba salir cuando me invitaron a esta partida. Y en seguida agarré viaje. Y eso que reciencito nomás había estado pensando que me tenía que quedar en casa, mire. Imagínese.

—No se puede hacer ningún proyecto nunca —dijo Barrios— porque uno nunca sabe lo que va a pasar.

El hombrecito pareció luchar consigo mismo antes de responderle, pero daba la impresión de sufrir una inclinación secreta que le impedía hacer su voluntad. Después de un momento dijo:

—Es verdad. Tiene muchísima razón.

—Por más planes que uno haga —dijo Barrios resignada—mente—, la vida se encarga de cambiarlos.

—¡Exacto! ¡Eso es! —dijo el hombre, con pueril vehemencia.

Exageraba un poco su entusiasmo, como si la desconfianza demostrada un rato antes hubiese sido una carga demasiado pesada para él, y estuviese tratando de aliviarla. A distancia regular, una hilera de columnas sosteniendo en el extremo un farolito con una lámpara adentro, se elevaba sobre el parapeto de la costanera. Por sobre el borde del parapeto asomaba la cima oscura de los árboles diseminados abajo, en la oculta franja de playa que separaba el malecón del río. Había un turbio cielo estrellado.

Ahora el hombre se dirigía a Barrios, en forma atropellada y casi febril. Fumaba y hablaba con el cigarrillo pendiendo de los labios.

—Eso es. Yo he hecho muchos planes en mi vida —decía—. Y siempre algo me los ha cambiado. Es muy cierto lo que usted dice, mi amigo. Yo estuve en una época a punto de casarme, mire, imagínese. Le estoy hablando del año 40. Y fíjese que un mes antes me salió un viaje a Inglaterra y rompí el compromiso. Y eso que andaba enloquecido atrás de mi novia. ¡Es que a mí me han gustado todas, siempre!... Para la timba y el cabaret, y para la joda en general, yo he sido siempre el primero. No es por jactarme, mire, porque yo soy un hombre sencillo, y eso que tengo una posición, pero le puedo asegurar, siempre me ha ido bien en la garufa, imagínese. ¿Y usted? ¿Qué hace?

—Yo —dijo Barrios con aire tranquilo—. Yo soy periodista.

—Ah, periodista —dijo el hombre—. Es un trabajo para un temperamento aventurero. Los periodistas se meten en cualquier lado, donde les guste. ¡Y ven cada cosa! ¿Usted no vio esa película italiana, "La dolce vita"?

—No —dijo Barrios—. No voy al cine.

—Bueno —dijo el hombre—. Ahí hay un periodista. Es el personaje principal. El tipo se mete en todos lados. Anda con hembras de categoría, mire, con príncipes, millonarios, artistas de cine, de todo, mire, imagínese.

—Sí —dijo Barrios—. La verdad es que un periodista tiene acceso a muchos ambientes.

—Se manda una vidurria que más de uno la quisiera para sí mismo. Está en una posición estratégica para la joda—. El hombrecito le dio a Barrios una palmada suave en el hombro, y rió con entusiasmo. Después volvió nuevamente al tema de su madre, esa viejita que le había dado educación a siete hijos, y había recorrido a caballo, cuando joven, sus propiedades en el norte de la provincia. El hombre hablaba con una admiración temerosa de aquella amazona decrépita que acababa de acostar un momento antes; y su voz chillona continuó reinando en el interior del automóvil, mientras penetraban en el puente colgante extendido sobre el río, haciendo resonar la plataforma de madera. Debajo, en el río, la luna resplandecía sobre el agua quieta. La ciudad quedaba atrás, agolpada sobre el murallón de la costanera. El coche salió del puente de ruidoso maderamen embreado penetrando en la lisa y silenciosa carretera, cuyo primer trecho aparecía bordeado por unos tenues sauces entre los que se entreveraba la claridad lunar. Después los sauces desaparecieron, y a los dos lados de la carretera se hizo visible una interminable llanura envuelta en una penumbra agrisada por la luna, una llanura pantanosa, llena de esteros y arroyos, en la que de vez en cuando restallaba el pelo húmedo de algún caballo erguido en la noche. El horizonte parecía velado, más oscuro, quizá tormentoso. Pero más acá, en las proximidades de la carretera, los quietos rayos lunares caían intensos y suaves al mismo tiempo, señalando débilmente los contrastes de sombra de los aromitos y las matas de pajabrava, que saben silbar y murmurar cuando sopla el viento. El hombrecito habló sin parar durante esa parte del trayecto: enumeró sus propiedades, los campos en el norte, las casas en la ciudad, el chalet en Huerta Grande, el automóvil. "Pero yo soy un hombre sencillo", dijo, "porque me gustan todas". Ese calificativo, sencillo, sonaba de un modo equívoco, como si detrás de él se ocultara una tendencia inconfesable de su personalidad. Después contó algunas aventuras amorosas que había tenido no hacía mucho. Una había sido con una empleadita de tienda, una chica que trabajaba en un negocio del centro. Contó con lujo de detalles todas las características de la conquista; desde que la invitó por primera vez a subir al automóvil (él era conocido del dueño, y visitaba con frecuencia la tienda) hasta la última vez que se habían acostado juntos, tres días atrás. Habló del temperamento sexual de la chica sobre todo, con un asombro simulado que ocultaba cierta jactancia; su cara arratonada, entre la de Hermosura y la de Barrios, se llenaba de un buen humor maligno en aquella penumbra del automóvil, cuando decía que las últimas veces acostumbraba ponerle dinero entre las piernas. "Son interesadas las mujeres, no hay nada que hacerle", dijo, riendo. Contó detalles eróticos extraños, prácticas completamente originales. Había una relación estrecha entre su actual impudicia, entre su tono desenfadadamente confesional, y el grave recelo que había demostrado hacia Barrios al penetrar en el coche, como si ese recelo hubiese estado dirigido más contra sí mismo que contra Barrios, motivado por el conocimiento de esa tendencia suya a exponer su intimidad desnuda sin control, irresistiblemente, con un placer que le hacía daño. Después describió el aspecto de su madre; por sus señas, era una mujer delgada y pequeña como él, con una cabellera plateada y sedosa que se peinaba hacia arriba coronándola con un rodete, y una piel tersa y rosada como de una niña; vestía siempre de negro, unos vestidos ceñidos a su cuerpo magro, abotonados hasta el cuello, alrededor del cual llevaba un collar de plata vieja que había pertenecido en otros tiempos a su madre y a su abuela. "Es una vieja buena moza", dijo. Y repitió: "Y fuerte, fuerte como un roble". Quedó pensativo, sonriendo, y mirando por entre los hombros de Hermosura y Barrios la lisa carretera iluminada por los faros del automóvil, una cinta azulada que parecía desplazarse en dirección contraria a la marcha del vehículo. Atravesaron dos o tres puentecitos bordeados por una baja barandilla, que hicieron estremecerse y saltar ruidosamente al viejo Ford negro. Ahora, en uno de los costados de la carretera la vasta llanura lunar se llenó de casitas de blancas fachadas, y ranchos viejos y precarios, y el otro costado permaneció liso y turbio, manchado a veces por los negros montones de pajabrava, o unos altos eucaliptus agrupados de a dos o tres, entre cuya miríada de hojas quietas, una fronda sin cohesión, podían percibirse los suaves destellos grises de la claridad nocturna del cielo. El calor de la tarde había disminuido, pero no soplaba brisa. Sólo el desplazamiento veloz, que hacía vibrar y temblar la carrocería, llenaba el interior del coche de un fresco aire agitado. El hombrecito parecía contento, y suspirando, y diciendo palabras casi inaudibles, como "Qué cosa", o "Así es, así es" o "Hay que embromarse", sacudía la cabeza y sonreía como para sí mismo. Después hizo silencio, dejó de reír, y dijo enseguida: "Parece que mi padre era un hombre de los de antes. Yo no lo conocí. Usted iba a la estancia, y lo confundía con uno de los peones. Le decían El Capataz, ¿usted sabe?". El coche aminoró la marcha al llegar frente al puesto de la policía caminera, pero nadie controlaba el paso de los vehículos, de modo que Hermosura aceleró en seguida, y avanzó por la ruta oscura a setenta kilómetros por hora. "¿Usted sabe?" dijo el hombre. Y en seguida agregó con vehemencia: "Si esta noche llego a ganar, me voy al cabaret y me levanto dos o tres locas".

Barrios preguntó si era una partida grande.

—Sí —dijo el hombre— Va a haber mucha gente.

—¿A qué juegan? —dijo Barrios.

—A punto y banca.

—Ah —dijo Barrios—. Ferrocarril.

—Sí, eso. Ferrocarril. Sí, imagínese —dijo el hombrecito—. ¿Por qué no se quedan? Conmigo pueden entrar.

—Yo no —dijo Hermosura.

Barrios no respondió en seguida. Parecía meditar.

—No llevo plata encima —dijo.

—Qué lástima —dijo el hombrecito—. Después nos íbamos y nos levantábamos unas minas en el cabaret.

Hicieron silencio. El viejo Ford negro vibraba, zumbando en la veloz oscuridad. Los faros iluminaban el recto camino liso. Ahora, a los costados de la larga cinta azulada por la que el automóvil corría en la noche, la vasta llanura había desaparecido; en su lugar se divisaban árboles reunidos en grupos oscuros, apretujados, dejando entrever de vez en cuando el fragmento blanco de la fachada de alguna quinta, o el suave espejismo de un rayo de luna, insustancial y perecedero, atravesando oblicuamente la fronda negra.


 

EL LUGAR DEL PELIGRO

 

 

 

Por lo menos diez automóviles se hallaban detenidos en aquel amplio patio de naranjos. Desde el coche, Barrios percibió el penetrante olor de los azahares que llegaba en ráfagas intermitentes y profundas desde el patio. Eso le pareció un presagio favorable, y sonrió apenas, interiormente, a pesar de que el corazón le golpeaba con furia dentro del pecho. El Ford se detuvo a unos cuarenta metros de la casa iluminada, en medio de los naranjos, en una callecita de tierra arenosa, irregular y pesada, que conducía desde el portón de entrada hasta el portal de la casa. Habían desviado más de un kilómetro desde la ruta, avanzando pesadamente por un angosto camino lateral. Mezclado al de los azahares se percibía el olor del río, pero Barrios no podía imaginar en qué dirección se encontraba ni a qué distancia estaba de él. Solamente ese olor indefinible señalaba su presencia, como en un susurro, sin ningún atisbo de admonición. Cuando el hombrecito bajó del automóvil diciendo que ya volvía, Barrios lo contempló alejarse por el camino hacia la casa; cuando entró en la zona de luz de los faros, Barrios observó el paso desparejo y trabajoso de su cuerpo magro y quizá decrépito, vestido con caras ropas juveniles. Por un momento su figura permaneció como en exposición, en medio de la luz potente, alejándose progresivamente, hasta que Hermosura apagó los faros y el hombrecito se convirtió, de un modo súbito, en una magra silueta negra envuelta en una sombra grisácea, como una veta errátil de oscuridad. La puerta de la casa se hallaba abierta, permitiendo el paso de la luz interior. Cuando el hombrecito emergió desde la penumbra se hizo nítido y visible al atravesar el umbral, antes de desaparecer definitivamente dentro de la casa. Barrios suspiró, pero no dijo nada. Tampoco habló Hermosura, que permanecía tranquilo e impasible a su lado. Una nueva ráfaga de azahar penetró en el coche y Barrios la aspiró satisfecho pero todavía inquieto, considerándola un buen presagio, con una instintiva arbitrariedad fundada en la cualidad benéfica que los hombres de las ciudades suelen atribuir a las experiencias de la naturaleza. Pero su corazón palpitaba furiosamente. Cuando el hombrecito emergió otra vez desde el interior de la casa, seguido por un hombre corpulento en mangas de camisa, Barrios sintió que la palpitación se desplazaba hacia el estómago. Los dos hombres atravesaron uno atrás del otro la puerta iluminada y en seguida se convirtieron en dos siluetas que avanzaban hacia el coche, hablando con voces confusas. Barrios bajó apresuradamente del automóvil y permaneció de pie junto a la puerta abierta. Jadeaba. Los dos hombres se detuvieron junto a él.

—Este es el amigo del que le hablé —dijo el hombrecito al hombre corpulento que trataba de observar a Barrios en la oscuridad, infructuosamente. Se inclinaba hacia él, y ladeaba la cabeza para verlo mejor. Era menos grueso que Barrios, pero mucho más alto. Detrás de su cabeza descubierta y cuadrada tenía la luna, rodeada de turbias estrellas, blanca y espléndida.

Barrios estiró la mano y el otro se la estrechó rápidamente, con una falta de energía que contrastaba con su físico.

—¿Qué marca es la máquina? —dijo el hombre. Su voz era hosca.

—Bueno —dijo el doctor—. Yo lo espero adentro.

Se aproximó a Hermosura y le pagó.

—Es una Olivetti —dijo Barrios—. No tiene uso —dijo.

—No —dijo el doctor a Hermosura—. Un amigo me va a llevar de vuelta. Mire. Gracias.

—¿Qué modelo? —dijo el hombre.

—Bueno. No sé —dijo Barrios—. El último, creo.

—Yo voy adentro y lo espero ahí, mire —dijo el doctor a Barrios, tocándole el brazo suavemente—. Entre con confianza nomás.

—¿El último? —dijo el hombre.

Barrios miró al doctor.

—Gracias —dijo. Y al hombre—: Sí, creo que sí.

El doctor comenzó a alejarse en dirección a la casa. Se oía el chasquido de sus zapatos deslizándose sobre la tierra arenosa. El hombre alto permanecía de pie, imponente y tranquilo, con la blanca luna de diciembre, espléndida y circular encima suyo, por detrás de su cabeza; tenía las mangas de la camisa arremangadas y los brazos separados del cuerpo, como si estuviese dispuesto a saltar sobre Barrios en cualquier momento. Pero la hosquedad de su voz no reveló maldad ni enojo cuando habló, sino sólo prescindencia.

—Veamoslá —dijo.

—Sí —dijo Barrios, y se volvió jadeando hacia el coche. Su corazón palpitaba tan fuertemente que al inclinarse hacia Hermosura pensó que éste podía estar oyendo los latidos—. Encendé la luz, Hermo —dijo.

Hermosura se inclinó sobre el tablero del Ford y encendió la luz. Barrios alzó la máquina mostrándosela al hombre. Este la tasó de una sola mirada, sin siquiera pedir a Barrios que abriera el estuche.

Hermosura contemplaba la escena en silencio, con leve curiosidad.

—¿No tiene uso? —dijo el hombre.

—Muy poco —dijo Barrios.

El hombre meditó un momento.

—Puedo darle ocho mil pesos —dijo el hombre.

—No —dijo Barrios—. Quiero doce mil.

—No puedo —dijo el hombre.

—Yo tampoco puedo —dijo Barrios.

—Otra vez será entonces —dijo el hombre.

Barrios lo miró; detrás de su cabeza cuadrada estaba la luna, una porción de cielo, las turbias estrellas. El olor de los azahares le llegó en una ráfaga profunda, mezclado al aroma del agua; un olor que anegaba su respiración y se distribuía rápidamente por todo el cuerpo; parecía sentirlo en la espalda, en las rodillas, en el pecho.

—Déme once mil —dijo.

—No puedo darle más que ocho —dijo el hombre.

Barrios miró la máquina de escribir y después a Hermosura. El rostro de su amigo no reveló nada, ni siquiera curiosidad o expectación.

—Bueno —dijo Barrios—. Otra vez será, como usted dice.

Se volvió para entrar en el coche.

—Espere —dijo el hombre. Barrios se detuvo—. Nueve mil quinientos es el último precio.

—No, diez mil —dijo Barrios, sin volverse.

—Está bien —dijo el hombre.

Barrios le entregó la máquina de escribir, y después se inclinó hacia Hermosura.

—Me quedo, Hermo —dijo en voz baja.

—Bueno —dijo Hermosura. ¿Nos vemos a la madrugada?

—Hermo —dijo Barrios—. Si llego a salir bien de ésta...

—Sí —dijo Hermosura.

—Necesito suerte, Hermo —dijo Barrios.

—Nos vemos a la madrugada en "El Tropezón" —dijo Hermosura.

—Sí —dijo Barrios, con voz temblona—. En "El Tropezón". A la madrugada.

Cerró la puerta del coche con estrépito y se volvió hacia el hombre, caminando junto a él en dirección a la casa. Jadeaba, y su corazón palpitaba. Antes de llegar a la casa oyó el motor del Ford ululando en primera, pero no se dio vuelta. Después de un momento lo oyó alejarse hacia el portón y el caminito de arena. El hombre caminaba en silencio al lado suyo. A medida que se aproximaban a la puerta iluminada, a través de la cual se percibía un confuso sonido de voces, las rodillas de Barrios parecían flaquear, debilitarse. Su estómago palpitaba de un modo intolerable. El ruido del automóvil se alejaba más y más. Ante la puerta, el hombre alto, que iba ligeramente adelantado, se detuvo y haciendo un ademán cortés con la mano le cedió el paso. Barrios penetró en la casa. En el sur relampagueaba: a cada momento, vagamente, el horizonte era atravesado por unos destellos eléctricos de fuego verde.


 

LA MESA DE FERROCARRIL

 

 

 

El hombre corpulento le trajo los diez billetes de mil desde otra habitación. Parecía parco en palabras, reconcentrado, distraído; tenía la cara reseca, oscura y llena de arrugas, y el pelo negro y sin una sola cana. Su tensa barriga parecía contenida por un grueso cinturón de cuero con una hebilla de plata, lustrosa y antigua, que llevaba sus iniciales entrelazadas en el centro. Barrios contó los billetes y se los guardó en el bolsillo del pantalón.

—El préstamo es por diez días —dijo el hombre—. El interés es del veinte por ciento.

—Sí —dijo Barrios, sin mirarlo, y sin escucharlo siquiera.

—Después de diez días, pierde el derecho de recuperar la prenda —dijo el hombre.

—Sí, sí —repitió Barrios. Tampoco esta vez lo había oído muy claramente. Había concentrado su atención en la puerta cerrada que comunicaba con una habitación vecina. A través de la puerta se filtraba el sonido de las voces y el entrechocar de las fichas. La habitación en el centro de la cual estaba parado junto al hombre corpulento, se hallaba completamente vacía. El piso era de mosaicos negros y las paredes parecían recién enjalbegadas; en el suelo, a todo lo largo de las paredes se veían muchas gotitas blancas de cal seca. El ruido proveniente de la habitación vecina producía en Barrios cierta fascinación, y permaneció un momento con los ojos fijos en la puerta. El temor y la vacilación infundían en su rostro cierta gravedad. Se metió las manos en los bolsillos del pantalón y avanzó hacia la puerta caminando con lentitud y con cierta solemnidad. El traje negro, demasiado ajustado para su cuerpo grueso, se llenaba de pliegues que hacían más lastimosa todavía su apariencia. Su rostro oscurecido por la barba se inclinó para observar la punta de los zapatones negros, sucios y raídos. "Es una timba de categoría", pensó, con duda, pero una ola de orgullo le hizo apretar fuertemente el dinero que guardaba en el bolsillo del pantalón. Cuando llegó junto a la puerta se volvió sin detenerse: el hombre corpulento había desaparecido. Barrios abrió la puerta y entró en la otra habitación.

Era un largo recinto de paredes encaladas, con piso de mosaicos negros. En la habitación no había más que una larga mesa de juego rodeada de sillas ocupadas, a cuyo alrededor, contando los que se hallaban parados detrás de los que ocupaban las sillas, haciendo las apuestas por sobre los hombros de éstos, había cerca de treinta hombres. La mesa era de hule negro, con un fragmento en el centro forrado de paño verde. Los dos talladores, ubicados uno a cada lado en el centro de la mesa, estaban sentados en sillas elevadas sobre pequeñas tarimas de madera, para vigilar mejor la mesa. Uno de ellos, un hombre joven y canoso, de cara redonda y rojiza, con un bigote veteado de gris ocultándole el labio superior, era el que daba las cartas, sacándolas de un carro de madera con unas planchas de metal adosadas, y un mango lustroso y torneado; el otro recibía las apuestas y las acomodaba por orden de valor sobre el tapete verde, las de punto frente a las de banca; este empleado era delgado, rubio y charlatán, y bajo de estatura. Al hablar movía la cabeza de un lado a otro, y no sólo se limitaba a decir cosas relativas a las apuestas sino que también hablaba con uno y otro de los jugadores, la mayoría de las veces en tono de broma, o para comentar una jugada ya pasada o a punto de producirse. Barrios conocía a ese hombre. Era tallador profesional, y lo había visto alguna vez en otra mesa, en la ciudad, tallando. Visiblemente, los talladores habían sido contratados por los dueños de casa para trabajar esa noche. Barrios se aproximó a la mesa y mirando con atención la cara de los jugadores, trató de adivinar quién era el que había prestado la casa. No lo consiguió; en ese momento, su compañero de viaje le hizo una seña desde el otro lado de la mesa. Estaba sentado junto al tallador rubio que recibía las apuestas, así que debía haber tenido una silla reservada, porque muchos otros que habían llegado antes que él se encontraban de pie detrás suyo. El hombrecito alzó la mano y sonrió hacia Barrios.

—¿Todo bien, gordito? —dijo.

A Barrios le molestó esa familiaridad, pero le devolvió la sonrisa de un modo mecánico.

—Sí —respondió—. Muy bien.

—Me alegro, mire. Véngase de este lado, si quiere.

—Sí —dijo Barrios—. Ya voy a ir.

El hombrecito le sonrió; bromeaba con todos, incluso con los talladores, y no parecía muy preocupado por perder o ganar. Tal vez sus constantes bromas no eran más que un modo de expresar su nerviosidad, pero había algo más profundo en él, algo que excedía la mera tensión provocada por el riesgo del juego; era una especie de pavor, cierta inquietud secreta que lo impulsaba a hablar constantemente, a reír, a hacerse el payaso. Parecía creer que un momento de silencio, gravedad o vacilación revelaría en él algo necesariamente inconfesable, y abriría una grieta en su alma, como un temblor de tierra agrieta las paredes de un edificio. Barrios vaciló antes de decidirse a ir. El que recibía las apuestas lo saludó al pasar, con una sonrisa amable. Eso le confirió cierto aplomo y lo decidió a permanecer en su sitio. Muy pocos de los presentes parecían haberle prestado atención; excepción hecha del tallador rubio y del hombrecito del taxi, no conocía a ninguno de ellos. A los otros creía haberlos visto otras veces, quizás en alguna otra mesa de juego, o en algún bar de la ciudad. Había algunos muchachos, pero en su mayoría eran hombres de más de treinta años, algunos calvos, de rostros arrugados y grises, barrigones; algunos parecían no ser de la zona. Barrios miró la superficie de la mesa. Los talladores mezclaban los mazos de naipes haciendo una hilera de montones sobre el tapete verde y encimándolos después para meterlos en el carro adornado con planchas de metal.

—Eh, gordito —dijo el hombre que había venido en el taxi de Hermosura—. Véngase de este lado.

A su pesar, Barrios, sin responderle, rodeó la mesa con lentos pasos y se detuvo junto al hombrecito.

—¿Se arregló con el hombre? —dijo éste en voz baja.

—Sí —dijo Barrios.

Quería evitar el diálogo con el otro. El tallador de bigote entrecano terminó de guardar las cartas en el carro y echó una mirada seria a su alrededor. El murmullo de la conversación terminó.

—Vamos a rematar la banca, señores —dijo.

Alguien arrojó una ficha de mil pesos.

—¿Nadie da más? —preguntó el tallador, agarrando la ficha con dos dedos y golpeteándola contra el tapete verde. Era una ficha roja y larga, rectangular.

—Yo —dijo el hombrecito—. Dos mil, para empezar. Y si alguno levanta la oferta, voy mil más que él.

—Tengo dos mil pesos en la banca—dijo el tallador—. ¿Nadie va más?

Nadie respondió. El tallador devolvió la ficha de mil al que la había tirado, y recibió, todo al mismo tiempo, las dos fichas rojas que el hombrecito sacó del bolsillo y arrojó al tapete verde.

—Gracias, doctor —dijo el tallador con voz respetuosa, y acomodó las fichas en la mesa. Después se dirigió a la concurrencia en general gritando:— ¡Tengo dos mil pesos en la banca!

En seguida comenzaron a llover fichas de todos colores, para cubrir la cantidad de dos mil pesos. Con el excedente, el tallador rubio hizo una pila y llamó a favor de punto. Barrios contemplaba la mesa sin hacer un gesto; un extraño furor se había apoderado de él, un furor que no se notaba desde afuera, porque lo guardaba cuidadosamente dentro de sí mismo, dirigido en secreto contra todos los presentes y en especial contra el hombrecito del taxi. Fue el furor lo que lo indujo a mirar fijamente la cabecita del hombrecito, mientras el tallador comenzaba a tirar las cartas. Tiró una para el punto y una para la banca, y después otra para el punto y otra más para la banca. Un hombre calvo que fumaba un cigarro, de cara rojiza y fría mirada, volvió con una mano regordeta llena de anillos las cartas del punto, arrojándolas sobre el tapete. Permaneció en silencio al hacerlo. Eran el seis de diamante y el siete de pique. "Tres", dijo alguien, con voz apenas audible. El tallador de bigote veteado de gris informó en voz alta: "El punto tiene tres". El doctor mantenía todavía sus cartas ocultas. Sonreía. Barrios lo miró con odio. "Y la banca... ¡nueve!" gritó el doctor, haciendo una pausa deliberada al dar vuelta sus cartas: un rey de corazón, vistoso y brillante, rojo, amarillo, blanco y negro, y un nueve de diamante, cargado de rombos rojos, resplandecieron en el tapete. Barrios se estremeció. El murmullo general no lograba ahogar los comentarios festivos que el doctor hacía sobre su propio triunfo. Barrios le miró la cabeza, el perfil arratonado. "Tiene que perder", pensó, "tiene que perder", deseándolo con todo el corazón. Y sacando los billetes del bolsillo sacudió la mano en el aire gritando "¡A punto juego! ¡A punto juego!", mientras su rostro oscurecido por la barba, adoptaba una expresión terrible, y sus ojos emitían unos duros destellos grises.


 

LAS DIEZ DE ÚLTIMAS

 

 

 

"Sabías muy bien lo que iba a pasar, no digas ahora que no sabías. Sabías. Sabías. Venís sabiéndolo desde que naciste. ¿Y ahora? ¡Pobre Concepción! Para qué habrás nacido. Hubiese valido más no haber nacido. Miserable. ¿Te viste la cara en el espejo? ¿Te viste bien? Es asquerosa, repugnante. Y todos esos, atrás tuyo... no son mejores. Ahora ella estará acostada, dormida, entre las sábanas, como cuando llegabas borracho todas las noches. Te gustaba la idea de separarte, canalla. Ibas a andar con putas, de farra en farra. Ya no aguantabas vivir cuando no eras nadie, cuando tenías que empezar a pelear. ¿Qué vas a hacer con los mil que te quedan? Se los vas a ir a llevar a Concepción, seguro. No, ¡qué se los vas a llevar! Vas a jugártelos, creyendo que con eso vas a recuperar la máquina. Hay que tener guita, mucha guita para recuperar. Los bacanes son los que recuperan, imbécil, esos que están ahí atrás. Pero vos ya estás listo, liquidado". Barrios contemplaba el patio a través de la ventana abierta; ahora era una masa de oscuridad cerrada, iluminada de vez en cuando por un súbito relámpago de luz azul. Se oía tronar desde la lejanía, con intermitencias. Barrios tenía los ojos enrojecidos, y casi no parpadeaba; miraba fijamente la densa oscuridad. Ni siquiera oía el murmullo de las voces detrás suyo. Tenía una mano regordeta apoyada en el marco de la ventana mientras con la otra apretaba el billete de mil pesos dentro del bolsillo del pantalón. "Por qué no nos borrarán de la faz de la tierra", pensó, amargamente, pero en seguida sacudió la cabeza como saliendo de un ensueño; no tenía que dejarse abatir, sino la angustia iba a volverse intolerable. Era verdad que había perdido nueve mil de los diez mil que le habían dado por la máquina de Concepción, pero todavía tenía mil pesos más en el bolsillo. Un trueno cercano lo sobresaltó, pareció resonar sobre el techo mismo de la casa; todo el patio se hizo visible otra vez a la luz gris, casi blanca, de un relámpago y en seguida otro trueno resonó sobre la casa. No estaba derrotado por completo todavía. Era un exceso de responsabilidad hacerse todos esos problemas, pero esos mil pesos que le quedaban en el bolsillo y que apretujaba sin cesar con la mano húmeda, atestiguaban que todavía podía empezar a recuperar lo que acababa de perder y pasar después a la cabeza. Podía tranquilamente pasar a la cabeza y entonces elevar el monto de sus apuestas y hacer una enorme diferencia. Era estúpido lamentarse de antemano, pero él era así, pesimista, qué le iba a hacer; su exceso de lucidez lo había vuelto pesimista, y ahora veía una catástrofe en un hecho que no implicaba más que una pequeña batalla perdida.

Se volvió hacia la mesa, en el momento en que el tallador de bigote entrecano gritaba: "Ganó el punto, señores", y una exclamación de la concurrencia produjo un estruendo apagado en el interior del salón. El estruendo declinó convirtiéndose en un murmullo múltiple y desparejo. Barrios se detuvo junto al tallador de bigote veteado de gris. Al otro lado de la mesa, el doctor acomodaba un montón de fichas de todos colores. Hacía pilas con ellas de acuerdo a su valor. Después se cansó diciendo "¡Total!" en voz alta, y las mezcló nuevamente convirtiendo las pilas a medio ordenar en un montón considerable. Debía estar ganando por lo menos cincuenta mil pesos. "Canalla", pensó Barrios, mirándolo. El doctor alzó la cabeza y lo vio.

—Véngase para este lado, gordito. Así me da suerte —dijo.

—La próxima mano, doctor —dijo Barrios, con una sonrisa forzada. "Te voy a dar gordito", pensó.

—Esta noche el doctor paga un whisky para todos —dijo el tallador rubio, mientras acomodaba pilas de fichas sobre el tapete verde. Desde todos los puntos de la mesa llovían fichas para cubrir la banca."Y usted, doctor ¿no juega esta mano?", preguntó el tallador rubio. El hombrecito se echó a reír y respondió con su voz chillona: "Si el gordito no viene a mi lado, no juego". Todos rieron. "Si es así, doctor", dijo Barrios, "me paso de su lado". Riendo quedamente, Barrios dio la vuelta alrededor de la mesa y se ubicó detrás del doctor. "Pajarraco histérico", pensó.

—Así está bien —dijo el doctor. Retiró tres largas fichas rojas y se las entregó al tallador rubio—. Póngame estos tres mil a punto, Lastra —dijo.

"Payaso", pensó Barrios.

A punto o a banca, el doctor ganó todos los pases siguientes. Su montón de fichas crecía cada vez que hacía una apuesta. También su buen humor iba en aumento a medida que ganaba; parecía hacerse más efectivo, más preciso, como si su aptitud histriónica se perfeccionara a cada recolección de fichas. Parecía existir una relación estrecha entre su talento y su dinero. Y cada una de sus observaciones, sus chistes o sus exclamaciones era recibida por los presentes con un coro de súbitas carcajadas. A veces sus palabras motivaban alguna respuesta por parte de los otros jugadores, y entonces el doctor la festejaba golpeando la palma de la mano contra el borde de la mesa y acompañando su gesto con una risa chillona.

Barrios jugó contra él los mil pesos y los perdió. No dijo nada; respiró hondamente y apretó el puño dentro del bolsillo del pantalón, mirando fijamente la nuca del doctor. Sentía la sucia camisa adherida a la piel de la espalda, y la frente fría. No habría podido pronunciar inteligiblemente una sola palabra; sentía la lengua pesada y la mente confusa, atravesada de vez en cuando por unos destellos de desesperación y de miedo, como el denso espacio negro del patio era iluminado por esos súbitos relámpagos fugaces. Nadie entre los presentes pareció advertir que había perdido hasta el último centavo y que nunca podría recuperar la máquina de escribir que Concepción había pedido prestada al ministerio. Nunca podría devolvérsela. Sintió un temblor en el estómago. Nunca iba a poder ni siquiera mirarla a la cara. Como aquella mañana en que se había escondido en la zapatería hasta que Concepción dobló la esquina, estaba condenado, por el resto de su vida, a ponerse a temblar y a ocultarse cada vez que corriese peligro de enfrentarse con ella. Debería borrarse de la faz de la tierra. Eso era lo que debería hacer. Ya no tenía porqué soportar ese cuerpo pesado y sucio que le había sido asignado como una condena, y que volvía a la vida intolerable y trágica. Si se le ocurría agarrar el cuello frágil del doctor, y empezar a retorcerlo como al de una gallina, por ejemplo, estaría haciéndole un favor, no un perjuicio. Se lo merecía, pero, por otra parte, ¿por qué estaba ahí? ¿Por qué estaban todos esos ahí? Súbitamente, sin proponérselo, tuvo conciencia de que todos los que rodeaban aquella mesa de juego, habían sido, igual que él, condenados a vivir, y que nadie se hallaba plenamente a gusto en la existencia. Pero era demasiado tonto o simple pensar que por el hecho de tener cierta inclinación al juego, o a la bebida, o a lo que fuese, ya se estaba demostrando una interioridad trágica y desdichada. Podía decirse directamente que cualquier hombre era la prueba de una interioridad trágica y desdichada, por el solo hecho de ser hombre. Aunque no alcanzara a formularlo claramente, los sentimientos indicaban a Barrios que quizás el hombre y su rasgo distintivo, la conciencia, eran una florescencia superflua de la vida, y que lo más prudente, ya que no podía exterminar a todos los hombres de la faz do la tierra era sentir compasión por toda la humanidad. Eso era lo que pensaba, viendo a los hombres rodear la mesa de juego, y prorrumpir en exclamaciones y murmullos cada vez que el tallador de cara redonda y rosada, y bigote veteado de gris, recogía las cartas dadas vuelta y gritaba los puntajes. El doctor acumulaba increíblemente más fichas todavía. Parecía no haber perdido una sola mano. ¿Y qué? Eso no era una prueba de nada. Sin embargo, Barrios debió confesarse que había algo atrayente, algo neto y preciso, en la circunstancia que el doctor atravesaba en ese momento; parecía rodeado por un halo mágico. Sus rasgos se habían afinado notablemente y parecía menos decrépito; el pelo gris se le había desordenado un poco cayendo sobre la sien izquierda, y sus ojos emitían un brillo vivo. Sus manos producían gestos precisos. Parecía verdaderamente un muchacho con esa chomba blanca debajo del saco azul. Un adolescente algo ridículo, sí, lógicamente, pero la sensación equívoca que le produjo verlo por primera vez, al entrar en el coche en Guadalupe (sensación que quizás producía en todos los que lo veían por primera vez) había desaparecido. En ese momento, el hombrecito comunicaba cierta vivacidad, una vivacidad irresistible que alcanzaba no sólo a sus gestos, sino también a sus aptitudes más profundas, como su humor y su inteligencia comunicándole rapidez y claridad. El montón de fichas incluso, parecía más cuantioso de lo que en realidad era. Y el sonido de las fichas de colores, al entrechocarse unas con otras, o al ser arrojadas con pericia por la mano del jugador de bigote entrecano, o la del tallador rubio llamado Lastra, tenía cierta armonía secreta, imposible de precisar. Seguramente el doctor recordaría siempre esa noche; haría una abstracción inconsciente de los detalles y a su memoria retornaría siempre esa noche mágica, completa y perfecta, como un medallón prolijamente trabajado. El rostro de Barrios estaba tenso; de pie detrás de la silla del doctor, parecía su guardaespaldas o más bien su contraparte oscura, su reverso. Parecía como si el doctor hubiese constituido el límite de lo neto y organizado, de lo ordenado y lo simétrico, y él, Barrios, todo el excedente amorfo, oscuro e irracional que suele rodear a veces a una islita de claridad y de orden. La esfera de la magia y su contraparte ingobernable, parecían. Barrios se retiró un paso, quedando a un costado del doctor, y no exactamente atrás de él, como había estado hasta entonces, viendo ahora su perfil, su nariz recta y pequeña, sus labios finos, su casi ausente mentón. Tenía unas vetas grises, ínfimas, en la piel rojiza del rostro. Barrios pensó que era fácil adivinar su miseria debajo de esa atmósfera espléndida que lo circundaba, pero también hubiese sido fácil adivinar la miseria de la vida de Concepción, por ejemplo, destruyendo la imagen radiante de la tarde que había pasado en su compañía. (Recordó nuevamente la limpia galería, el césped húmedo, la declinación de la tarde y contra el tenso azul del cielo prenocturno, la masa prieta y fría de los árboles obsidiana.) Él, Barrios, había vivido ese momento. ¿No era nada eso, no implicaba una refutación de hecho a su piedad un poco desesperada hacia toda la raza humana? (¡Concepción!) Las rodillas de Barrios temblaron, flojas, y estuvieron a punto de entrechocarse, sosteniendo a duras penas el viejo cuerpo gastado. Su rostro empalideció y sus labios temblaron imperceptiblemente. (¿Ella iría a buscarlo a la pensión? ¿Y qué le iba a decir sobre la máquina? ¿0 lo encontraría en la calle, sin darle tiempo de esconderse, y se la pediría?) Quizá correspondía que él fuese a la casa de ella a contarle todo. La sola idea de una perspectiva semejante estuvo a punto de producirle convulsiones y vómitos. No. No podía ser. Tenía que recuperar la máquina de cualquier manera, su vida de cualquier manera, su vida gastada, dilapidada, incierta, imprevisible, que había vivido impulsado por una fuerza ciega e irracional, una rueda loca girando en el vacío sin destino ni finalidad.

—No se aleje mucho, gordito —dijo el doctor, tocándole el brazo distraídamente, sin dejar de mirar con expectación al centro de la mesa.

—Pierda cuidado —dijo Barrios sonriendo levemente—. De aquí no me muevo.

Barrios se paró al lado del doctor, junto a su silla, hasta tocar el borde de la mesa con el muslo. Para sostenerse mejor apoyó la mano en el borde y se inclinó hacia la mesa contemplando el tapete verde. Dos naipes cayeron, dados vuelta, sobre el tapete; los había arrojado el doctor. "Ocho", dijo el doctor, y permaneció con el brazo extendido sobre la mesa, simulando jadear como si el esfuerzo de arrojar los dos cuatro de trébol sobre el tapete verde hubiese sido superior a sus fuerzas. "Por seis", dijo el tallador de bigote entrecano, que se había desabrochado los botones de la camisa marrón que llevaba puesta. Al decirlo recogió las dos cartas que alguien había arrojado desde el otro extremo de la mesa. "Y ganó el punto, señores", agregó, alzando la voz por encima del murmullo general. Los dos talladores comenzaron a arrojar montoncitos de fichas al doctor, que iba recogiéndolas y agregándolas al montón que conservaba junto al borde de la mesa, entre sus manos. La mano de Barrios estaba también junto al montón. Barrios lo advirtió, y como si hubiese adivinado su pensamiento, el doctor, con un gesto mecánico, cubrió el montón con una mano y lo trajo hacia sí; dos largas fichas rojas de mil quedaron separadas del montón, junto a la mano de Barrios.

—Hagan juego, señores —dijo el tallador de bigote veteado de gris.

—Sí —dijo el doctor—. Sí, señor. Sírvase.

Separó varias fichas de mil del montón y las arrojó al centro de la mesa.

"No las ha visto", pensó Barrios. Echó una mirada a su alrededor. La atención de todos los presentes se concentraba en el centro de la mesa. "Ahora", pensó Barrios. Y deslizó rápidamente la mano.


EL GOLPE DE GRACIA

 

 

 

—¡Imagínese! —dijo el doctor, sumamente excitado y acalorado, mientras trataba de acomodarse mecánicamente, una y otra vez y sin conseguirlo, el mechón de pelo gris, lacio y suave, que le caía sobre la sien izquierda. Hablaba sin cesar, con su voz chillona y aguda, incontrolable, en medio del círculo de caras compungidas que lo rodeaban, de pie junto a la mesa abandonada, sobre la que permanecían aún los naipes del punto mostrando un seis de pique y un as de diamantes, y los de banca junto al borde de la mesa, cinco o seis plazas más allá de la que correspondía al doctor, sin haber sido dados vuelta todavía. Dos o tres sillas estaban caídas alrededor de la mesa. El jugador de bigote veteado de gris se había agarrado con dos dedos el borde de la pechera de la camisa desabrochada, sacudiéndosela para darse aire. El tallador rubio llamado Lastra miraba el suelo con una sonrisa pensativa, las manos en los bolsillos de su pantalón de poplín gris. "Yo lo dejé hacer", dijo el doctor, "pero ya lo había visto. Y cuando puso la mano sobre la ficha se la agarré así" (el doctor alzó la mano en el aire, en forma de garra, y apretó el aire, rechinando los dientes y no lo soltaba. "Apreté hasta que largó las fichas. Y todavía me dice miserable. Imagínese. Miserable". "El hombre había perdido como diez mil pesos", dijo el tallador de bigote entrecano, sin dejar de sacudir la camisa. "¿Y qué culpa tengo yo? ¡Imagínese!" dijo el doctor. Él no tenía ninguna culpa, al contrario, había sido gracias a él (y ahora se arrepentía) que el ratero consiguió entrar en la casa. Él mismo lo había invitado, porque estaba con un taximetrista conocido, un muchacho respetuoso, por el que él ponía las manos en el fuego. A lo mejor lo había trabajado también al taximetrista ("Mire, imagínese") seguramente se había creído que porque él iba ganando, el culo se le había subido a la cabeza y no se daba cuenta de lo que estaba pasando a su alrededor. "Y encima me dice miserable, y me da un empujón", dice el doctor. "Sí", dijo el jugador del bigote entrecano; se miró los nudillos rojizos y comenzó a abrir y cerrar la mano para comprobar si había sufrido alguna recalcadura. "Menos mal que lo serví enseguida; le di bien en la cara", dijo. "Sí", dijo uno de los que rodeaban al doctor, un individuo de duros bigotes negros, que parecía sonreír constantemente debajo de ellos. No sonreía, pero esa era la impresión que daba superficialmente su cara. "Yo también alcancé a darle en la boca; mire como me manchó". Efectivamente, tenía una manchita roja de sangre en la camisa blanca, a la altura del abdomen, y un rastro de sangre en el dedo. "Sí", dijo el doctor. "Sí, menos mal". Él también había tratado de pegarle, pero cuando se armó el lío grande, y todos empezaron a darle golpes y empujones al gordo, él no había podido encontrar un resquicio por donde colarse y dar también. "Y cuando lo vi en el suelo, en el patio, me dio lástima". Pensar que si se las hubiese pedido, él le habría dado las dos fichas. Él siempre había sido gaucho en el juego; el tallador de bigote entrecano, que lo conocía, podía atestiguarlo. El tallador de bigote entrecano sacudió solemnemente la cabeza, con los ojos cerrados, dando fe: él conocía muy bien la generosidad del doctor, todo el mundo la conocía; ni por dos mil, ni por doscientos mil, el doctor iba a mostrar la hilacha en una mesa de juego. "¿Y vio cómo le saltaron las lágrimas, doctor?" dijo el tallador de bigote entrecano. "La bronca misma lo ha puesto así al hombre. Como el golpe le salió mal, de la furia le saltaron las lágrimas". "¿No ve que le dijo miserable? Él roba, y le dice miserable al doctor". Un murmullo creciente, gradual, brotó del círculo de caras compungidas. Él había robado, y le había dicho miserable al doctor. Pero, ¡había que arreglarse! Semejantes cosas pasaban en este país, nomás. ¡Qué cosa seria! Eso sí que era el colmo de los colmos. "Yo tengo la culpa por haberlo traído", dijo el doctor. "Qué me iba a imaginar que era un ratero. Parecía decente. Me dijo que era periodista, imagínese". "Qué va a ser periodista", dijo uno de los que componían el círculo de caras compungidas. "Si ése es periodista, yo soy Carlitos Gardel", dijo. Todos los presentes se echaron a reír, menos el tallador rubio llamado Lastra, que miraba el suelo pensativamente, y el doctor, que había sido interrumpido en el uso de la palabra y esperaba que el murmullo de las risas y las voces se acallara para recomenzar. Tenía el bolsillo lleno de fichas. Llevaba ganados alrededor de ochenta mil pesos. Ni un sólo momento, en la fiebre de la buena racha, había dejado de calcular una a una las entradas y salidas. En cambio el tallador rubio parecía haber sido arrojado fuera del presente por el incidente ocurrido, a un hecho del pasado que quizá estaba rodeado de circunstancias análogas, y que había absorbido por completo su imaginación volviéndolo pensativo y melancólico. Debido a la confrontación con el pasado su expresión parecía revelar un cauce de experiencia mucho más profundo, haciéndolo sonreír, aunque tal vez solo la timidez era la causa de su sonrisa, porque cuando el doctor siguió hablando, el tallador rubio recibió sus palabras con una sonrisa más amplia, alzando la cabeza y volviendo a bajarla sin dejar de sonreír. "Es que yo soy gil, no hay caso", dijo el doctor. "Tenía una máquina de escribir y se la hice empeñar con Solari". "Vaya a saber adonde la habrá afanado, la máquina", dijo el tallador de bigote veteado de gris. "Vaya a saber", dijo el doctor. Pero eso les iba a servir de escarmiento al gordo y a él. El gordo iba a tener más cuidado con meter la mano donde no debía, de ese momento en adelante. "Y yo", dijo el doctor, "no paso más por comedido". Tenía razón el doctor, dijo el tallador de bigote entrecano, no había comedido que saliera bien; hablaba con razón el doctor. Pero ¡qué quería! "Cuando uno es bueno con la gente, la gente le paga con mierda a uno", dijo. El doctor asintió. "Con mierda, efectivamente", dijo. "Y me dice miserable, y me da un empujón". Un murmullo de indignación brotó del círculo de caras compungidas; le había dicho miserable al doctor. Pero eso sí, se había llevado una buena biaba encima, una buena paliza. En el patio se había puesto a gritar como un loco, sin que nadie llegara a entender una palabra, en medio del desorden fenomenal que se estaba produciendo; gritaba cosas y movía los brazos dando trompadas furiosas al aire, mientras todos lo contemplaban agolpados en la puerta iluminada de la casa. A la luz de los relámpagos, lleno de tierra y sangre, el rumor de sus gritos apagados por el estruendo de los truenos, parecía un cerdo vestido, parado sobre las patas traseras, chillando antes de ser degollado. ¡Ja, ja, ja! Un cerdo degollado; y ellos que habían estado jugando decentemente toda la noche, como caballeros, habían tenido que ensuciarse las manos golpeándolo. ¿Qué se había creído ese canalla, que ellos eran malandras? Había profesionales, comerciantes, ganaderos, militares entre los presentes. Hasta había un senador provincial y un miembro del Rotary, miembro a la vez de la comisión de carreras del Jockey Club. A la luz verde de los relámpagos, de ese fuego verde, había estado gritando como un loco, agitando los brazos en el aire. ¡Hijo de mala madre! Pero se iba a andar con cuidado de ahora en adelante, ya lo había dicho el doctor, que en ese momento trataba vanamente de acomodar el mechón de pelo gris que le caía sobre la sien izquierda. Parecía un muchacho, algo decrépito, equívoco, pero un muchacho al fin a pesar de sus cincuenta y tantos, con esa chomba blanca debajo del saco de hilo azul. La magia que había estado nimbando su persona había desaparecido; ahora sólo quedaba el prestigio de su magia, y su corolario material, el dinero. El círculo de caras compungidas se apretó más a su alrededor cuando se dispuso a retomar el uso de la palabra. "Pero siempre he sido así, qué le voy a hacer", dijo; ("imagínese"). Su padre, que había sido un hombre recto, lo había educado así; y su madre (una anciana fuerte como un roble, que había sabido, después de la muerte de su padre, recorrer a caballo sus propiedades en el norte de la provincia) había acentuado esa educación dándole el acabado con un toque de delicadeza. Porque él podía haberle pegado, sí señor, podía no haberlo dejado escaparse, pero le había dado lástima, no se le debe pegar a un hombre que está en el suelo, aunque sea un ladrón. Esa enseñanza la había recibido de su padre, que había sido un hombre severo, pero recto. Todo el mundo lo había conocido, no por su nombre, sino por el sobrenombre de "El Capataz" a su padre. "Mejor hagamos de cuenta que aquí no ha pasado nada, doctor", dijo el tallador de bigote entrecano, dejando de sacudir la camisa y apoyando la mano en el brazo del doctor. "Por supuesto que no ha pasado nada", chilló el doctor, con aire cortésmente ofendido, para dar a entender que ese pequeño incidente no había producido en él ningún malestar, salvo el necesario, y que la partida continuaría normalmente. Con lentitud, el círculo de caras compungidas fue dispersándose, y los jugadores levantaron las sillas caídas, sacaron sus fichas del bolsillo, y volvieron a sentarse, poco a poco, alrededor de la mesa. El doctor se ubicó otra vez junto al tallador rubio. Sacó varias fichas de mil pesos, las contó, y se las entregó al tallador de bigote veteado de gris, diciéndole en voz baja: "Juegúeme esto a punto, mire". "Cómo no, doctor", dijo el tallador. El hombre de bigote negro, que tenía la mancha de sangre en la camisa y en el dedo, comentaba el golpe con un compañero. Le había roto la boca, estaba seguro y lo había hecho tambalearse, aunque debía pesar como ciento veinte kilos; se miraba el puño con asombro y satisfacción, al comprobar que también su compañero lo miraba con admiración y respeto. Debieron haberle dado en el patio; el hecho de que lo hubiese llamado "miserable" al doctor le hacía hervir la sangre. Ahí en el patio debían haberle dado, para escarmentarlo. Ahí, sí, en el patio oscuro, donde a la luz verde de los relámpagos la torva figura de Barrios había parecido un cerdo furioso y sangrante, gritando cosas que el estruendo de los truenos impedía escuchar, y agitando violentamente los brazos. El hombre de la mancha de sangre en la camisa y en el dedo continuó hablando sin advertir que en el interior de la gran habitación iluminada la única voz que continuaba sonando era la suya. Al percibir el silencio se calló la boca y alzó la cabeza, comprobando que todos los presentes lo contemplaban y que el tallador de bigote entrecano, con una mano extendida hacia el doctor, indicándole que aguardara, lo miraba con el ceño fruncido y un aire severo, instándolo a que se callara. El hombre de bigote negro enrojeció y bajó la vista. "Puede tirar, doctor", dijo el tallador de bigote veteado de gris, mirando al doctor. Éste dio vuelta las dos cartas arrojándolas al tapete verde. "Nueve", chilló, y su nimbo de magia se puso otra vez en movimiento.


 

TEMPORAL

 

 

 

Todavía hipaba de furia y miedo cuando las primeras gotas empezaron a caer desde un cielo negro, golpeándolo en el rostro ensangrentado y húmedo de sudor; caminaba trabajosamente por ese sendero de tierra arenosa que no parecía llevar a ninguna parte y sólo a la luz tensa y fugaz de los relámpagos percibía fragmentariamente el terreno, un largo camino desolado rodeado de campo inculto, una brecha irregular y blanquecina en medio de una tierra oscura, salvaje y solitaria. A los costados del camino se extendía una interminable pradera negra. Del cielo caían una luz enloquecida, una catástrofe de electricidad y de estruendo, y unos lentos goterones de agua gruesa y fría. "No son mejores que yo", pensaba Barrios, jadeando en medio del camino. "No, no son mejores". El labio inferior había empezado a hinchársele, y el pómulo izquierdo iba a terminar amoratado. Los ojos le ardían furiosamente. Le habían saltado las lágrimas y sentía todavía un gusto salado, mezclado al del sudor, cuando se pasaba la lengua por el labio superior. "No son mejores, no, no son mejores", se repetía Barrios, avanzando penosamente por el sendero de tierra arenosa. A cada relámpago se detenía sobresaltado, aterrorizado por esa luz terrible proveniente del cielo; parecía un furioso excedente de revancha contra su persona. La tierra era peligrosa porque atraía esa luz violenta, los árboles, la arena, la sangre, todo la atraía. Si un rayo llegaba a caerle encima, quedaría reducido a un montoncito de ceniza, y el agua lo mezclaría con la arena superficial del camino, fundiéndolo con la tierra. Barrios temblaba y se detenía a cada paso, mirando a su alrededor con miedo e incertidumbre. ¿Dónde estaría el maldito camino de asfalto? El ruido de los truenos parecía apagar hasta el rumor de sus propios pensamientos. ¡Un castigo del cielo! ¡Si Dios no existía! No podía existir, pensó Barrios con amargura, no podía existir y al mismo tiempo permitir tanta mala suerte. ¿Por qué pensaba en Dios ahora? Barrios notó que la lluvia iba haciéndose cada vez más densa; la luz de los relámpagos mostraba de vez en cuando el tumulto gris del agua contra el cielo negro. Se alzó las solapas del sucio saco raído para no mojarse. Ahora podía avanzar más fácilmente debido a que el agua había apisonado la tierra arenosa. No eran mejores que él, y no se arrepentía de haber tratado de robar las fichas; se podía robar sin que eso constituyera un crimen. No era delito. No, señor, no era. ¡Hijos de puta! Lo habían llevado a empujones hasta el patio y lo habían tirado al suelo. Y lo miraban como a un marciano cuando él les gritaba, agitando los puños, que bajaran, uno por uno, que él iba a arreglarlos, que no iban a quitarle otra vez el sind... Se detuvo, perplejo, soltando las solapas del saco, olvidándose por un momento de la oscuridad y de la lluvia. ¿Había dicho eso, o ahora había salido sin que se lo hubiese propuesto? ¿Cómo podía haber dicho eso? ¿No estaría volviéndose loco? No, no lo había dicho; debía haber dicho algo distinto y ahora no lo recordaba. Continuó caminando, encorvado y encogido, agarrándose otra vez las solapas con la mano, recibiendo en el rostro el agua fría que producía un murmullo inquietante al derramarse sobre el campo oscuro. Si llegaba a caer un rayo iba a quedar hecho un montoncito de ceniza. No había ni siquiera tiempo de sentirlo, de arrepentirse de los pecados, decían. Los árboles y la tierra los atraían. Y si se trataba de una centella, una bola de fuego verde, tenías que quedarte quietito, inmóvil, como una piedra; porque si te movías, la centella también se movía, y si tratabas de correr, la centella, la bola de fuego verde, saltaba encima tuyo como un gato sobre un ratón. ¡Dios santo! ¡Qué muerte espantosa! Ah, no, él, Alfredo Barrios, no quería morir así, hecho ceniza, en ese camino desconocido, borrado por la furia del cielo. "Yo soy", pensó. "Yo soy Alfredo Barrios. Yo soy Alfredo Barrios". ¿Y si rezaba? No, Dios no existía. Alzó la cabeza y el agua fría le dio en el rostro, refrescando su piel herida y ardiente. Si se salvaba de esa, prometía formalmente ir a casa de Concepción y contarle todo. Todo. Iba a decirle cómo le había mentido sobre las notas especiales que tenía que hacer para "La Nación", cómo había empeñado la máquina de escribir, cómo había perdido los diez mil pesos en la mesa de ferrocarril, cómo había tratado de robar las dos fichas y había sido humillado y golpeado. Iba a contárselo sin guardarse nada, lo prometía formalmente. ¿Habían pasado meses, años, desde que había salido de la casa de Concepción con la máquina de escribir? No, pero el hecho de que ese pasado fuese reciente no lo hacía menos irrevocable. Había salido de la casa de Concepción alrededor de las ocho, y debían ser las dos de la mañana. ¿Cómo podían haber sucedido tantas cosas en seis horas? ¡Y algo más todavía; ¿por qué habían sucedido? Ahora el fuego del cielo era amarillo, tortuoso y crepitante, y dejaba la atmósfera impregnada de un olor insoportable. Estaba verdaderamente arrepentido, lo juraba; estaba dispuesto a cambiar de vida, a renunciar a esa existencia oscura y equívoca que había estado llevando desde que se separó de Concepción; volvería a su lado y juntos reiniciarían una existencia limpia, hermosa y digna. (La fresca galería, el césped húmedo, el chorro de agua produciendo un murmullo casi inaudible, la grave rosa amarilla, y contra el cielo azul del anochecer, la masa fría de los árboles obsidiana.) El camino se había vuelto resbaladizo y dificultoso; parecía estar atravesando un trecho de tierra gredosa, y avanzaba oscilando peligrosamente cada vez que adelantaba un pie. El dichoso camino de asfalto no aparecía en ninguna dirección. ¿No estaría marchando en dirección contraria, hacia el río? No, estaba seguro de que recorría a la inversa el camino que habían hecho en el coche de Hermosura. Pero, ¿habían doblado alguna vez, o habían recorrido un trayecto en línea recta? Él había venido organizando con el doctor su excursión a la mesa de juego, así que no se había fijado en el camino. De todas maneras, si existía un camino transversal, doblaba por él y listo. Pero, ¿y si no lo veía? El agua le azotaba el rostro, furiosamente. En las depresiones del camino la lluvia había formado unos charcos que reflejaban el destello de los relámpagos. Ya ni siquiera caminaba; ahora avanzaba cómicamente, de resbalón en resbalón, con los brazos extendidos, como un patinador profesional o como un equilibrista sobre la cuerda floja.

El resplandor de los relámpagos mostraba el agua cayendo en prietas masas grises, produciendo un murmullo que parecía extenderse por toda la tierra; a cada relámpago, la pradera negra se teñía de una luz amarilla, mostrando el ardiente contorno de los pastos y de los árboles como incendiado por ese fuego fugaz. El contraste producía una impresión de temblor subterráneo, como si más que un temporal de agua y electricidad se estuviera produciendo un cataclismo profundo, en el corazón de la tierra. Había algo de premonición y castigo, pensó Barrios. Quizá la tierra estaba partiéndose, devorando las ciudades, y él se afanaba ahora por el simple problema de la máquina de escribir y de Concepción. Tal vez Concepción ya no existía, y en lugar de la ciudad sólo había una grieta insondable, el abismo, que la había arrebatado. Resbaló y cayó al suelo, de boca sobre un charco de agua. Se arrastró un trecho, tratando de levantarse, mientras el destello de un relámpago, le revelaba el contorno nítido de un gran árbol. "Un ombú", pensó. "Pero los rayos..." ¡Ah, qué historias, la de los rayos, como la de la ciudad devorada por la grieta, y el cataclismo universal! Fugazmente, pensó que más que pensamientos parecían deseos oscuros, disfrazados de pensamientos, que la tierra era sólida y segura, inexpugnable en el espacio. Simulacros de pensamientos, pensó y se levantó, dificultosamente, yendo a refugiarse bajo el árbol hasta que dejara de llover.


EL CAMIONCITO

 

 

 

Mucho antes de lo que hubiera podido esperarse, paró el agua y salió la luna. Pero Barrios había reiniciado el camino antes de que la calma completa, esas nubes desgarradas y grises con los contornos iluminados, arrastradas y despedazadas por el alto viento del sur, prevaleciera sobre el violento temporal. Caminó diez minutos bajo una cortina de agua fina, antes de ver por un resquicio abierto entre las nubes pizarra la cálida luna amarilla de diciembre. Después el agua cesó, y el fuego del cielo retrocedió hasta el horizonte, produciendo con intermitencias unos débiles resplandores rojizos, como un rescoldo inveterado. Barrios avanzaba otra vez por el firme suelo de tierra arenosa afirmado por el agua. Tenía los pantalones y las solapas del saco totalmente embarrados y estaba todo mojado. Pero alrededor de la luna, a medida que el viento del sur alto y fresco despedazaba las nubes, iban apareciendo las duras estrellas inmortales, verdes, rojizas y amarillas. El aire, lavado por la lluvia, podía respirarse ahora más fácilmente que en las horas pasadas.

Habían doblado solamente una vez al venir en el taxi con Hermosura y el doctor, y no habría podido equivocarse de ningún modo, porque era la calle misma la que doblaba formando un codo pronunciado hacia el camino de asfalto. Apenas dobló comenzó a distinguir unos ranchos dispersos, algunos de los cuales se hallaban iluminados por tenues faroles de querosene, y el camino mismo, puesto en evidencia por los faros de los automóviles que se desplazaban velozmente en dirección a la ciudad. Los últimos doscientos metros los recorrió casi a la carrera, tropezando a veces con una mata de pasto crecida en medio del sendero arenoso, o saltando torpemente sobre los charcos que reflejaban la luna amarilla. Cuando pisó el asfalto el camino estaba desierto, de modo que avanzó en dirección a la ciudad.

Ni el primer automóvil que pasó velozmente a su lado, ni el segundo, ni un pesado camión con acoplado que hacía vibrar la tierra al desplazarse y que lo encandiló con sus faros de luz poderosa, se detuvieron cuando les hizo señas, agitando los brazos y moviendo el cuerpo exageradamente para ser visto. Recién se detuvo el cuarto vehículo, un camioncito viejo y destartalado, que avanzaba lentamente, rateando, cargado de zapallos. Se detuvo, no después, sino antes del sitio donde Barrios se hallaba parado haciéndole señas y saltando cómicamente. Barrios se acercó a la ventanilla. En la cabina, aparte del conductor, iba un muchacho, en el medio, y un hombre con sombrero de paja junto a la ventanilla opuesta. Barrios le pidió que lo llevara a la ciudad.

—Adelante no tengo lugar —dijo el hombre—. Atrás, si quiere.

—Sí —dijo Barrios—. Es lo mismo.

—Suba, entonces —dijo el hombre.

Barrios subió trabajosamente, apoyándose en la rueda. El camión crujió ruidosamente durante el momento en que Barrios estuvo colgado de los travesaños de la caja, con un pie apoyado sobre la rueda, antes de tomar envión y caer sobre las calabazas y los zapallos, mojados y relucientes.

—¿Listo? —preguntó el conductor.

—Listo —respondió Barrios, sacudiendo las manos. El camión arrancó con gran esfuerzo, rateando, y avanzó hacia la ciudad. La brisa, intensificada por el desplazamiento del vehículo, acariciaba el rostro de Barrios sentado sobre las calabazas, bajo los nubarrones y la luna amarilla rodeada de estrellas. La porción de cielo visible era tensa y azul, casi fría. Desde la cima del montón de zapallos y calabazas, Barrios dominaba el campo oscuro, mojado y lavado por el agua del cielo. Jadeando todavía por el esfuerzo de la caminata, volvió la cabeza, ya que se hallaba sentado en sentido opuesto a la dirección que llevaba el camioncito: al frente las luces de la avenida costanera formaban una pareja línea de puntos luminosos y más atrás, a mayor altura, los semáforos del ferrocarril, unas luces rojas y verdes, se encendían y apagaban, horadando la penumbra. Se volvió y continuó contemplando el camino que dejaban atrás; mojada por la lluvia, la cinta de asfalto emitía unos reflejos apagados bajo la luna. Un perfume frío impregnaba la atmósfera. El olor áspero producido por el fuego del cielo se había extinguido, borrado por la lluvia. En la lejanía alcanzó a percibir el resplandor de los faros de un vehículo. Lo vio aproximarse gradualmente, hasta que el destello amorfo se dividió en dos focos circulares, costosa y lentamente como un organismo vivo, atravesando la penumbra húmeda con dos rayos de claridad blanca que proyectaron a un costado del camino la sombra del camioncito, y la propia sombra de Barrios, sentado con las piernas abiertas sobre el montón de duras calabazas; el coche se aproximó, se puso detrás del camioncito, cuya sombra iba moviéndose lentamente a cada cambio de posición del automóvil y por fin, con una maniobra limpia y silenciosa, acompañada de dos o tres rápidos cambios de luces, pasó a su lado, produciendo un tumulto confuso de luces y sombras, y se perdió en el camino hacia la ciudad. Barrios se volvió para mirarlo, hasta que los dos puntos rojos de las luces traseras fueron devorados por la noche.

Barrios se palpó la ropa, mojada y endurecida por una costra de barro. El día siguiente iba a tener que pasárselo encerrado en su casa, hasta que el traje estuviera limpio y seco. Su expresión se hizo amarga. ¡Y pensar que Concepción le había limpiado las manchas de la solapa! Nunca más vería el rostro de Concepción, estaba seguro. Cada vez que estuviera a punto de encontrarse con ella en la calle, iba a tener que cruzarse de vereda. El camioncito recorrió trabajosamente, sin dejar de ratear, durante cinco o seis kilómetros, la cinta de asfalto, hasta que penetró en el puente colgante; el río estaba turbulento y oscuro. En la ciudad, las fachadas de los edificios y las calles aparecían manchadas por el agua. Estaba silenciosa y quieta, apenas iluminada. Después de avanzar dos cuadras desde el puente colgante, el camioncito se detuvo. El conductor bajó y miró a Barrios.

—¿Para dónde va usted? —dijo.

—Al "Tropezón". ¿No lo conoce? —dijo Barrios.

—Sí —dijo el hombre—. Paso por ahí. Nosotros vamos al mercado de abasto.

—Perfecto —dijo Barrios.

Así que bajó en la puerta misma del restaurante. Otra vez el camioncito crujió peligrosamente en el momento en que Barrios permaneció suspendido entre la rueda y el travesaño de la caja, y se estabilizó, con un crujido final, cuando Barrios se largó torpemente al suelo. Se aproximó a la cabina.

—¿Cuánto le debo, amigo? —dijo.

—Nada —dijo el hombre.

—Bueno. Muchas gracias. Quedo a sus órdenes. Y buena suerte —dijo Barrios.

—Gracias —dijo el hombre. Tenía la cara quemada por el sol, y al hablar se le aflojaba la dentadura postiza. Arrancó cuidadosamente, y el camioncito se alejó rateando por la calle oscura. Barrios se volvió sacudiéndose las manos y tratando vanamente de limpiarse la ropa, y penetró en el.


RESTAURANTE "EL TROPEZÓN"

 

 

 

Hermosura soltó la cucharita, que cayó tintineando sobre el plato que sostenía la alta copa de frutillas con crema, y se puso de pie con la boca abierta.

—¿Qué te pasó? —preguntó.

—Me caí —dijo Barrios, llegando junto a él.

Excepción hecha de un borracho que miraba su copa de vino tinto y se acomodaba sin cesar el sombrero sobre la cabeza, Hermosura era el único cliente que había en el pequeño restaurante. Detrás del mostrador estaba el Colorao, dueño, mozo, cocinero y lavacopas al mismo tiempo. Leía el diario. Al oír a Hermosura miró a Barrios y silbó con asombro.

—¿Qué te pasó? —gritó desde detrás del mostrador.

Dejó el diario y se aproximó a la mesa. El borracho seguía acomodándose el sombrero; lo tomaba del vértice de la copa con dos dedos, se lo sacaba y volvía a calárselo cuidadosamente, arqueando el ala, sin dejar de mirar con seriedad, casi con solemnidad, su copa de vino. El Colorao miró a Barrios de arriba a abajo, con expresión asustada.

—Me vine caminando desde una timba y me agarró el agua —dijo Barrios—. Pegué una patinada y me vine al suelo.

—¿Y en la cara? —dijo el Colorao.

—Pegué contra un ladrillo al caer —dijo Barrios—. Vino a estar justo donde dio mi cara. Dame una ginebra, Colorao.

El Colorao vaciló. Siempre vacilaba, pero al fin terminaba cediendo. Casi todas las peleas que tenía con su mujer se debían justamente a su falta de carácter. En el pequeño local sucio y malamente iluminado, impregnado de olor a frituras, humo de cocina y vino barato, el Colorao había puesto cinco años atrás todas sus esperanzas de progreso. Pero su clientela no era de las que permiten progresar a los dueños de restaurantes; abierto toda la noche, "El Tropezón" se llenaba de calaveras que ya habían gastado hasta el último centavo antes de llegar allí, o de clientes fijos que comían y tomaban al fiado. El Colorao apenas si podía pegar un ojo cada vez que se acostaba, ocupado en tomar determinaciones para eliminar el crédito de su sistema de ventas, pero cuando a la noche siguiente alguien le pedía fiado el Colorao vacilaba, aunque de antemano estaba seguro de que terminaría cediendo. Era de baja estatura, y andaba alrededor de los treinta y cinco años, pero su pelo rojo y su cara lechosa y llena de pecas lo hacían parecer más joven. Maldiciéndose a sí mismo, fue hacia el mostrador y trajo la botella de ginebra.

—¿Cómo te fue? —dijo Hermosura, llevándose una cucharada de frutillas con crema a la boca. Había revuelto la frutilla con la crema, y el postre se había convertido en una sustancia viscosa de un color rosado.

—Mal —dijo Barrios.

—¿Y la máquina?

—La perdí —dijo Barrios—. Dame una cucharada.

Hermosura llenó la cuchara y se la dio a Barrios. Este paladeó el sabor agrio y dulzón de la mezcla y se sirvió otra cucharada antes de haber tragado la primera. Se la llevó a la boca y le devolvió la cuchara a Hermosura.

—Señores. Perdonen, señores —dijo el borracho desde la otra mesa, mirándolos con gravedad. El Colorao se sentó a la mesa, sirviéndose también él un dedito de ginebra.

—Estos clientes me van a echar a perder —dijo seriamente, y se mandó el dedito de ginebra. Se sirvió otro enseguida.

—Perdonen, señores —dijo el borracho. Meditó un momento, trabajosamente, con las cejas reunidas en el arranque de la nariz, y sacudiendo la cabeza, como diciéndose algo a sí mismo, murmuró—: Perdonen. —Volvió a su tarea de acomodarse el sombrero y mirar fijamente el vaso de vino.

Barrios ni siquiera lo miró, ya que aguardaba que el Colorao desocupara la botella de ginebra para servirse él. Cuando tuvo en su poder la botella, llenó su vasito hasta el borde, se lo tomó de un largo trago, sin soltar la botella, y volvió a servirse un vaso lleno. El Colorao lo miraba expectante y desconfiado, como si Barrios hubiese sido capaz de ocasionarle un perjuicio mucho mayor que el de tomarse gratis toda la botella.

—Vino ocho veces seguidas la banca —dijo Barrios, dejando la botella—. El que ganó fue el tipo ese que llevaste en el auto.

—¿El doctor?

—Sí. Cuando yo me vine iba ganando como cien mil pesos.

El Colorao volvió a silbar. Con esos cien mil pesos él habría podido instalar un restaurante de categoría, y desembarazarse de la clientela actual.

—No erró un solo tiro —dijo Barrios—. Ni uno solo. Yo no pegué ninguno.

—Mala suerte —dijo Hermosura.

Las paredes del restaurante, un recinto cuadrado, estaban llenas de cuadros con fotografías de jockeys y caballos de carrera. Las mesas estaban cubiertas con unos sucios manteles de hule verde, estampado con unas flores blancas.

—¿Cuánto perdiste? —dijo el Colorao.

Barrios se encogió de hombros, pero no dijo ninguna cantidad. El Colorao se dio por satisfecho. Fue al mostrador y regresó con el diario. Por un momento no se oyó en el local más que el ruido que producía el Colorao al hojear el diario y la silbante respiración nasal de Barrios. De pronto se hizo oír la voz pesada del borracho.

—Con permiso, me voy a retirar —dijo, poniéndose de pie trabajosamente, mientras trataba de abrocharse el saco. Era pálido y delgado y se notaba que llevaba una mala vida.

—Es suyo —dijo Hermosura.

—Gracias —dijo el borracho, oscilando. Se alejó sorteando cuidadosamente las mesas vacías. Al llegar a la puerta se volvió gritando: Buenas noches, señores.

—Buenas noches —dijo Hermosura.

El hombre salió. El Colorao continuó leyendo el diario. Barrios terminó su segunda ginebra y se sirvió la tercera.

—Aquí dice que el líder va a volver, así que habrá que prepararse —dijo el Colorao.

—Qué va a volver —dijo Barrios, pensando en otra cosa, mirando fijamente el vacío.

—De veras, dice que va a volver —dijo el Colorao—. Dice que le van a dar permiso, siempre que no se meta en política. Pero si viene se va a meter, seguro.

—Ése no vuelve más —dijo Barrios, sin dejar de mirar el vacío.

—Me acuerdo de las manifestaciones que se hacían en la Plaza Mayo —dijo el Colorao—. Millones de trabajadores iban. Ahora ya no es como antes, viejo, no hay nada que hacerle. Si vuelve no va a encontrar a nadie. Para qué va a volver. Si todos lo han abandonado. Se pelean por el queso, ahora.

—Él es el que los ha abandonado —dijo Hermosura—. Cuando las papas quemaban, se las tomó.

—Me acuerdo de esos Primero de Mayo —dijo el Colorao—. Una vez fletaron un tren gratis y nos fuimos a Buenos Aires. Millones y millones de trabajadores había. Nos pasamos la tarde entera gritando y cantando, y volvimos roncos de la garganta.

El Colorao dejó el diario, invadido por su recuerdo.

—Dame una frutilla con crema, Colorao —dijo Barrios.

El Colorao vaciló.

—¿Tenes miedo de que no te pague? Ya te voy a pagar, viejo —dijo Barrios. Meditó un momento y después agregó—: Ahora me salió un laburo fenómeno en "La Nación".

—Yo no te dije nada —dijo el Colorao.

—Hay un olor a aceite podrido aquí adentro —dijo Barrios, mirando fastidiosamente a su alrededor.

Hermosura no respondió; dormitaba. El Colorao regresó con la alta copa de frutilla con crema. Barrios comenzó a mezclarlas. En su pómulo izquierdo, una mancha negra se extendía peligrosamente hacia el ojo, y el labio inferior aparecía partido, manchado de sangre seca. Miraba fijamente la copa, con expresión malhumorada.

—Yo pago siempre mis deudas —murmuró entre dientes.

El Colorao lo miró, pero no dijo nada.


LA VIDA ES UN SUEÑO

 

 

 

Barrios recorrió en puntas de pie el pasillo y el comedor de la pensión, completamente a oscuras. Abrió con precaución, tratando de no hacer ruido, la puerta de la galería, de metal y vidrios granulados de color rojo, y al cerrarla detrás suyo comprobó que la galería y el amplio patio de mosaicos se hallaban iluminados por la luz de la luna que brillaba tranquila en un cielo completamente limpio. Eran alrededor de las cinco de la mañana. Barrios entró oscilando levemente, respirando jadeante y exhalando un aliento impregnado de alcohol. A pesar de todo, tenía la boca reseca. Hubiese ido a la cocina a hurguetear la heladera donde la dueña de la pensión, una viuda con la que flirteaba ocasionalmente, sabía guardar sus botellitas de vino blanco. Pero si bien el flirteo le permitía estirar en forma desmedida el pago de la pensión, a la larga resultaba sumamente molesto, debido al control estricto que la viuda ejercía sobre sus horarios de llegada, especialmente a la madrugada. A pesar de sus ciento veinticinco kilos, Barrios había adquirido una pericia extraordinaria para entrar a cualquier hora sin producir el menor ruido. Su habitación era la última de la galería; la menos favorecida, era verdad, pero la irregularidad de sus pagos no podía verse mejor compensada. Las vagas esperanzas que había despertado en la señora Estela (que en realidad ignoraba que era casado y que lo creía un hombre de talento perseguido por la mala suerte) le permitían por un momento darse el lujo de un techo. Pasó frente a la cocina haciendo una mueca amarga; esa maldita puerta de la heladera era capaz de despertar a toda la casa al abrirse, y a toda la ciudad al cerrarse. Además, la señora Estela cerraba generalmente con llave la puerta de la cocina, no tanto por Barrios (a quien consideraba un hombre fino, de buena cuna y excelentes modales y lleno de cultura) como por el resto de los pensionistas: dos o tres estudiantes de derecho que volvían con apetito o con sed cuando iban a tocar la guitarra y a cantar folklore al Club Universitario, dos bailarinas de cabaret que tenían orden estricta de la señora de no salir de la habitación durante el día, y que debido a la estrecha vida en común que hacían dentro del cuarto los estudiantes de derecho habían hecho sospechosas del cargo de lesbianas, y un empleado municipal, calvo y silencioso, que tomaba agua durante las comidas y se acostaba, en invierno y en verano, a las nueve de la noche para levantarse invariablemente a las cinco de la mañana. Barrios se resignó pensando que quizá tenía algún vaso de agua del día anterior en la habitación. Debería tener que buscarlo a oscuras, porque cuando llegaba a una hora tan avanzada no se atrevía ni siquiera a encender la luz, por miedo de contrariar a la señora Estela. Recorrió el resto de la galería en puntas de pie y penetró en su habitación.

No, qué iba a buscar agua. Era mejor acostarse y dormir. Cerró la puerta detrás suyo y comenzó a desvestirse en la oscuridad. Por la banderola, un rectángulo transparente en la cima de la puerta, se alcanzaba a divisar una porción de cielo azul lleno de viejas estrellas amarillas. Tanteando, buscó una silla y fue depositando en ella todas sus prendas a medida que se las sacaba. Tanteando en la oscuridad, jadeando, buscó la cama y se echó de espaldas; la cama crujió ruidosamente al recibir su cuerpo pesado. Lentamente, su respiración fue normalizándose, hasta convertirse en unos rítmicos sonidos nasales.

Recordó la noche anterior, la tarde pasada en compañía de Concepción, la fresca galería, el jardín con su rosa amarilla irguiéndose grave y perfecta por sobre el césped mojado, el reloj de la iglesia de Guadalupe haciendo resonar pesadamente sus siete campanadas. Le parecía haberlo vivido hacía tanto tiempo, que lo recuperaba con la misteriosa vaguedad de un sueño. Entre los hechos más remotos de su vida, los de su infancia, por ejemplo, y los de la noche anterior, parecía haber una proximidad mayor que la que éstos tenían con el momento presente en que los estaba recordando. Esa característica los tornaba irreales, inciertos. Pensó perplejo que quizás todo el pasado era un sueño, no sólo el suyo sino también el de la humanidad y el del universo, y que en ese momento en que creía recordar hechos reales no hacía más que soñar que recordaba, que soñar que recordaba sueños. El sueño real interfirió gradualmente su pensamiento y por dos veces se despertó con sobresalto, creyendo estar despierto, cuando en realidad estaba dormido, hasta que se durmió profundamente emitiendo unos ronquidos acompasados, cada vez más breves y profundos; así permaneció y por la banderola rectangular, en la cima de la alta puerta cerrada, los destellos del alba gris penetraban en la habitación, el alba paciente que había ido borrando con prolija mano las antiguas estrellas amarillas en el cielo tenso de diciembre.

 

Diciembre 1963 — enero 1964

 

 

 

 

 

 

 



1 Saer, J. J. "Yo escribí Taxi Driver". En: Radar libros, suplemento de Página/12, 13 de diciembre de 1998.

2 Gramuglio, M. T. "El lugar de Saer" En: Juan José Saer por Juan José Saer, Celtia, Buenos Aires, 1986

3 Saer, J J Entrevista de G Speranza (Dará El País Cultura!, El País, Montevideo, Año IV, Nü 196, 6 de agosto de 1993