Brasil, para mí


Gustavo Zappa

Finalmente, después de dos largos días de ómnibus, llegamos. La ciudad nos recibió casi de noche, hacía unos cuarenta y dos grados de temperatura. Dimos una vuelta, comimos algo y fuimos a dormir al departamento amplio que alquilamos en Copacabana. Pero el asombro, la alegría sin palabras, vino a la mañana siguiente. Éramos seis muchachos de veintidós años yendo bien temprano a la playa una mañana de sol. Febrero del ochenta y cinco. Río de Janeiro nos saludaba, nos daba la bienvenida con su rostro más bello, a plena luz. Comenzaba ahora el verdadero contacto con el país hermano, un contacto de turista, sí, pero real, de andar por la calle, tomar ómnibus, comer en barcitos, intercambiar algunas palabras. Estábamos, como dice la canción, en el corazón de Brasil. Mi concepción del país había recorrido un singular camino. Lo había ignorado en mi infancia, luego le había temido y mirado con recelo a mis catorce años, cuando, quizás influido por la espíritu militar de la época, no se descartaba la hipótesis de una guerra. Más tarde, mediante la música de Vinicius, Caetano, Milton, Chico Buarque, la imagen había cambiado. Cierto, todavía Brasil era solamente fútbol y música, pero en mi cabeza empezaba a ser un buen vecino.
Pasaron algunos años, volvió la democracia. La economía no andaba tan mal y el cambio nos beneficiaba, entonces un amigo me dijo "nos vamos de vacaciones a Río ¿venís?". En esos días decidí todo: renunciar al trabajo en la compañía de seguros, dedicar más tiempo a la facultad en el año entrante y claro, irme con mis amigos a Río en febrero.

Tres veces fui de vacaciones al Brasil, pero la primera fue la que más me marcó. Regresé a Buenos Aires enamorado. En mis vacaciones había querido pasar por carioca, hablar portugués con la gente, comer peixe frito y feijao, en esas dos semanas también había conocido a una mujer unos años mayor que yo, con la que me había entendido como nunca antes con ninguna otra. Estaba enamorado de ella, pero también lo estaba de Brasil.

Los dos viajes que siguieron, esta vez a Florianópolis, confirmaron mi cariño por la tierra brasilera, por la forma de andar de la gente, su modo de sonreír, su despreocupación. También reafirmaron ciertas impresiones: teníamos los mismos problemas, pero en Brasil las condiciones eran peores, mayor pobreza, mayor cantidad de analfabetos, mayor inseguridad y un sistema de salud que no nos parecía confiable y que nos hacía pedir al cielo no caer enfermos durante los quince días de vacaciones. En esta mirada había cierta arrogancia de parte nuestra, tal vez últimos ejemplares de una educación enciclopedista y de una clase media en otro tiempo próspera. Con los años, esa mirada cambió definitivamente y terminamos aceptando que nuestras condiciones no eran mejores.

Cuando la perspectiva de un nuevo viaje se desvanecía, decidí buscar al país hermano en mi propia ciudad. Fui al Centro de Estudios Brasileños y durante un tiempo aprendí portugués. Gracias a esto, a lo largo de diez años, realicé algunas traducciones y mantuve algún contacto con gente de Brasil. Hace meses, casi por azar conocí en una reunión a María Antonieta Pereira y comencé a colaborar con ella en su investigación. La transcripción de casi cuarenta entrevistas me permitió acceder a un panorama amplio del pensamiento de unos y otros, intelectuales argentinos y brasileros. Varias cosas me llamaron la atención. Una, que mi propia vivencia no difería en mucho de la de los entrevistados. Otra, la constante alusión de los universitarios argentinos al grado de excelencia y a la próspera situación de la vida universitaria brasileña, en contraste con su similar argentina (es sugestivo cómo las fotos publicadas en un número de la revista Margens ilustran y avalan esta opinión, al mostrar el deterioro de un edificio de la facultad de Filosofía y Letras de la UBA -en otro tiempo, esplendoroso y ahora casi una ruina). Un par de entrevistados -argentinos, por supuesto- mostraron una profunda antipatía hacia Buenos Aires, acusándola de ejercer una arrogante tiranía sobre el resto del país. Finalmente todos callaron algunas cosas que desde un principio le comenté a MarIa Antonieta, porque me parecía que ella no podía desconocerlas. Una, tal vez trivial, se trata de la letra de una canción de Soledad, una joven intérprete, muy popular en la Argentina. Esta canción sonó durante meses en las radios y así fue como la conocí. En ella se narra la historia de una muchacha argentina que va de vacaciones a Río de Janeiro con su padre. Entonces conoce a un joven bahiano del que se enamora con locura. "Qué pensará tu madre y los demás", le dice el padre, ofendido y avergonzado de esa relación. Sin embargo la historia sigue, la chica no se puede olvidar del bahiano. Esta canción, difundida hasta el hartazgo durante un tiempo, era desconocida para los entrevistados argentinos ¿por qué? ¿acaso pensaron que no tenía que ver con la imagen y la autoimagen que tenemos unos y otros? Cuando la escuché por primera vez me molestó profundamente, porque éramos los muchachos argentinos los que enamorábamos brasileñas y no a la inversa. Sin embargo tuve que aceptar que una nueva generación había introducido la otra posibilidad, que un "morenísimo bahiano" podía volver loca a una argentina, seguramente porteña, y, para colmo de males, llamada Lorena (un nombre de veinteañera, por estos lares).

La otra cuestión que callaron mis compatriotas fue la de una costumbre casi ritual. Yo la viví infinidad de veces, porque durante poco menos de dos años me gané la vida filmando fiestas. Me refiero al "carnaval carioca". Todas las fiestas de casamiento -incluso los cumpleaños de quince y los aniversarios de casados-, siguen un cierto guión: entrada de los novios o de los homenajeados, baile del vals, corte de la torta, etcétera, hasta que se reparten máscaras, sombreros, pitos y matracas, porque llega la hora del "carnaval carioca". La música que suena es una parodia del samba que bailan las escolas en carnaval, tal vez ni siquiera la hayan grabado músicos brasileños, pero siempre es la misma y suena en todas las fiestas. Llega poco antes del final, cuando los novios están más relajados, cuando todo el mundo se suelta y la fiesta alcanza su clímax. ¿Por qué será que ningún entrevistado le contó esta costumbre a Antonieta? ¿No la consideraron valiosa o jamás fueron a una fiesta importante? A mí me parece que debían señalarlo como un punto notable de nuestra percepción de lo brasileño.

Hoy, al recordar que para mí Brasil también era una ventana iluminada donde había una mujer desnuda o que incluso era la voz de una muchacha cantándome al oído, me doy cuenta de que tengo nostalgia de esos milagros. Porque la idea del lugar paradisíaco para vacacionar del otro lado del río Uruguay se está desvaneciendo. Pero eso es bueno. Porque ahora todo se cruza, los Paralamas son los más porteños de los rockeros brasileños y un gimnasio de un barrio de Buenos Aires se llama Maluco beleza, Petrobras desembarcó en Argentina y Arcor hace negocios en Brasil, Kirchner y Lula se abrazan y se desairan y luego se vuelven a juntar, como verdaderos amigos, de carne y hueso. Al fin y al cabo, somos una gran región, con paraíso e infierno. Con las mismas dificultades, esta vez parece que estamos aprendiendo a enfrentarlas tirando del mismo carro.